lunes, 6 de agosto de 2018

Ensoñaciones


Ya levantado de la siesta, sin saber muy bien qué hacer para perderme de este pequeño lugar llamado apartamento (debiera llamarse aparcamiento por las dimensiones), la televisión puesta y todos hablando a la vez, decidí perderme en la playa entre turistas asalmonados, jóvenes fardando de tabletas y niños persiguiéndose con cubitos de agua (angelitos).
                                                               


Ya se habían quedado atrás las últimas sombrillas y empezaban las rocas a impedir el baño, cuando decidí sentarme en una de ellas para contemplar ensimismado, con la mente vacía, la gran inmensidad del océano surcado sólo por pequeñas barquichuelas y algunas gaviotas.
                                                                  


Que grandiosidad de espectáculo y que pequeño y mísero te sientes ante tal explosión de la naturaleza, sólo mancillada por los hombres y sus desechos, por especulaciones salvajes que intentan domesticarla creyéndose, los muy ingenuos, que tanta belleza les pertenece y que tiene un precio de mercado.
                                                                    


El sol va poco a poco bajando hacia el mar como si le apeteciera un último baño antes de la noche; la arena va perdiendo uno a uno los colores de sombrillas y butacas, y parece que se van todos para dejarte en tu soledad con tus pensamientos, con los ojos desenfocados hacia el infinito y esa saudade que entra porque un día, no sabemos si cercano o lejano, ya solos el mar, el sol, y la arena sin ti, ausente sin remedio por el fin de lo finito, no podrás disfrutar más de este atardecer, de este ocaso donde ves reflejado también el tuyo.
                                                                   


Si las personas nos planteásemos más a menudo lo efímero de nuestro paso por este mundo, de lo poco que sirve que estés cargado de dineros si no te puedes comprar un segundo más de vida, que todo se quedará aquí con tus despojos, empezaríamos a aprender algo.
                                                                      


Pero esto no se nos pasa por la cabeza mientras zancadilleamos a ese compañero de trabajo, cuando derrochamos vanidad como si fuéramos el centro inamovible de la vida, cuando despreciamos a ese semejante que consideramos muy por debajo de nosotros, cuando hacemos infelices a los demás con nuestros caprichos y egoísmos, ya que nunca nada nos parece suficiente para nuestro avaro yo.
Y termina la tarde mientras dejo que las olas rompedoras me mojen tobillos y pies, y me encamino muy despacio hacia mi familia, que lo mismo ya ha de echarme de  menos.

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