Ya levantado de la siesta,
sin saber muy bien qué hacer para perderme de este pequeño lugar llamado
apartamento (debiera llamarse aparcamiento por las dimensiones), la televisión
puesta y todos hablando a la vez, decidí perderme en la playa entre turistas
asalmonados, jóvenes fardando de tabletas y niños persiguiéndose con cubitos de
agua (angelitos).
Ya se habían quedado atrás
las últimas sombrillas y empezaban las rocas a impedir el baño, cuando decidí
sentarme en una de ellas para contemplar ensimismado, con la mente vacía, la
gran inmensidad del océano surcado sólo por pequeñas barquichuelas y algunas
gaviotas.
Que grandiosidad de
espectáculo y que pequeño y mísero te sientes ante tal explosión de la naturaleza,
sólo mancillada por los hombres y sus desechos, por especulaciones salvajes que
intentan domesticarla creyéndose, los muy ingenuos, que tanta belleza les
pertenece y que tiene un precio de mercado.
El sol va poco a poco
bajando hacia el mar como si le apeteciera un último baño antes de la noche; la
arena va perdiendo uno a uno los colores de sombrillas y butacas, y parece que
se van todos para dejarte en tu soledad con tus pensamientos, con los ojos desenfocados
hacia el infinito y esa saudade que entra porque un día, no sabemos si cercano
o lejano, ya solos el mar, el sol, y la arena sin ti, ausente sin remedio por
el fin de lo finito, no podrás disfrutar más de este atardecer, de este ocaso
donde ves reflejado también el tuyo.
Si las personas nos
planteásemos más a menudo lo efímero de nuestro paso por este mundo, de lo poco
que sirve que estés cargado de dineros si no te puedes comprar un segundo más
de vida, que todo se quedará aquí con tus despojos, empezaríamos a aprender
algo.
Pero esto no se nos pasa por
la cabeza mientras zancadilleamos a ese compañero de trabajo, cuando
derrochamos vanidad como si fuéramos el centro inamovible de la vida, cuando
despreciamos a ese semejante que consideramos muy por debajo de nosotros,
cuando hacemos infelices a los demás con nuestros caprichos y egoísmos, ya que
nunca nada nos parece suficiente para nuestro avaro yo.
Y termina la tarde mientras
dejo que las olas rompedoras me mojen tobillos y pies, y me encamino muy
despacio hacia mi familia, que lo mismo ya ha de echarme de menos.
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