Es una cosa que nos pasa a
todos en mayor o menor medida, y es que sólo mirando a alguien que ni siquiera
conocemos, por alguna palabra escuchada al azar o algún gesto fortuito, o por su
aspecto en general, sólo con observar a esa persona, ya nos cae bien o mal, y
nuestra imaginación o fantasía le crea un mundo a su alrededor que casi seguro,
se apartará notablemente de la realidad objetiva.
Y no digamos ya si esa
persona es gitana, inmigrante o negra, o lleva cubierta la cabeza con hiyab
(velo) o usa chilaba moruna, o luce
un tatuaje y lleva algún pirsin; sin embargo no sufriremos ningún rechazo (en
un país, claro está, de tradición cristiana), si esa persona es un sacerdote
católico que va con sotana o es una monja que lleva hábito.
Estas cosas, si sólo nos la
quedáramos para nuestro yo íntimo, carecerían de importancia; esto no perjudica
a nadie y tenemos derecho a pensar lo que queramos, pero si ese rechazo va
contra un dependiente que nos atiende en una frutería, un policía que nos
increpa, o un compañero/a de trabajo, la cosa cambia, ya que de esto se derivaría
el no volver a comprar fruta en aquel establecimiento, en odiar a las fuerzas
del orden, o en perjudicar seriamente en el trabajo a una persona que invalidaremos
porque no nos cae bien.
Y no digamos ya si tenemos
una posición de privilegio sobre esos humanos, y si para colmo entramos en discusión
sobre algo en que sabemos que no llevamos razón, y que en justicia y lógica
deberíamos aceptar los razonamientos del otro. Seguramente aprovecharíamos
nuestro puesto supremacista para hundirlo, o cavarle una profunda tumba
para cuando la oportunidad se nos presente.
También ocurre, que aunque
esa persona esté supercapacitada para su actividad, no la aceptaremos, y por
esa manifiesta antipatía o asco, para nosotros carecerá de credibilidad.
Un día en que acudí al
médico, me encontré con que era sustituido por una mujer de color que me
atendió magníficamente, pero cuál no sería mi sorpresa, que cuando yo salía del
ambulatorio, entraba una urgencia de un niño con el brazo roto, y al enterarse
la madre quien era la sustituto del médico de siempre, dijo a la enfermera: “Me llevo a mi hijo a urgencias del hospital,
no me fío de la mora”.
Independientemente de que
los prejuicios sean la causa de la incultura o de la mala educación o del miedo
a lo diferente, la realidad es que todos los tenemos, y que es muy difícil salvar
la muralla que nos impide que sea la razón la que prevalezca.
Otro día hablaremos de lo
que nuestros prejuicios son capaces de hacer si podemos medrar anónimamente o
casi, como en las redes sociales. Eso es otro infierno.
Un ruego: Por favor, no
miréis a los inmigrantes mal.
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