martes, 8 de mayo de 2018

Prejuicios


Es una cosa que nos pasa a todos en mayor o menor medida, y es que sólo mirando a alguien que ni siquiera conocemos, por alguna palabra escuchada al azar o algún gesto fortuito, o por su aspecto en general, sólo con observar a esa persona, ya nos cae bien o mal, y nuestra imaginación o fantasía le crea un mundo a su alrededor que casi seguro, se apartará notablemente de la realidad objetiva.
                                                                 


Y no digamos ya si esa persona es gitana, inmigrante o negra, o lleva cubierta la cabeza  con hiyab (velo) o usa chilaba moruna, o luce un tatuaje y lleva algún pirsin; sin embargo no sufriremos ningún rechazo (en un país, claro está, de tradición cristiana), si esa persona es un sacerdote católico que va con sotana o es una monja que lleva hábito.
                                                                   


Estas cosas, si sólo nos la quedáramos para nuestro yo íntimo, carecerían de importancia; esto no perjudica a nadie y tenemos derecho a pensar lo que queramos, pero si ese rechazo va contra un dependiente que nos atiende en una frutería, un policía que nos increpa, o un compañero/a de trabajo, la cosa cambia, ya que de esto se derivaría el no volver a comprar fruta en aquel establecimiento, en odiar a las fuerzas del orden, o en perjudicar seriamente en el trabajo a una persona que invalidaremos porque no nos cae bien.
                                                                     


Y no digamos ya si tenemos una posición de privilegio sobre esos humanos, y si para colmo entramos en discusión sobre algo en que sabemos que no llevamos razón, y que en justicia y lógica deberíamos aceptar los razonamientos del otro. Seguramente aprovecharíamos nuestro puesto  supremacista  para hundirlo, o cavarle una profunda tumba para cuando la oportunidad se nos presente.
                                                               


También ocurre, que aunque esa persona esté supercapacitada para su actividad, no la aceptaremos, y por esa manifiesta antipatía o asco, para nosotros carecerá de credibilidad.
                                                                      


Un día en que acudí al médico, me encontré con que era sustituido por una mujer de color que me atendió magníficamente, pero cuál no sería mi sorpresa, que cuando yo salía del ambulatorio, entraba una urgencia de un niño con el brazo roto, y al enterarse la madre quien era la sustituto del médico de siempre, dijo a la enfermera: “Me llevo a mi hijo a urgencias del hospital, no me fío de la mora”.
                                                                     


Independientemente de que los prejuicios sean la causa de la incultura o de la mala educación o del miedo a lo diferente, la realidad es que todos los tenemos, y que es muy difícil salvar la muralla que nos impide que sea la razón la que prevalezca.
Otro día hablaremos de lo que nuestros prejuicios son capaces de hacer si podemos medrar anónimamente o casi, como en las redes sociales. Eso es otro infierno.
Un ruego: Por favor, no miréis a los inmigrantes mal.

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