Le había dicho a todo el
mundo que me iba de viaje y que no tenía idea de cuando regresaría (que me
dejasen tranquilo), y que no llevaría teléfono, por lo que vestido con la ropa
más gastada que tenía, con barba de varios días y con diez euros en el
bolsillo, me perdí por la gran ciudad para probar en mis carnes como vivían
“los sin techo”.
Mientras veía a las madres
llevar a sus hijos al colegio, a los coches pitando desaforados, y a las
tiendas levantando sus persianas, me dediqué a visitar todos los locales que
encontraba a mi paso pidiendo trabajo; algunos me decían educadamente que no,
que no tenían nada para mí, pero otros me miraban con asco y me echaban de
malas maneras, y así pasé el primer día muy cansado y casi sin nada en el
estómago (solo había comido una manzana), durmiendo aquella primera noche en
unos soportales acurrucado en un rincón entre un escaparate y una pared.
Me desperté muerto de frío y
con un hambre atroz, por lo que me despejé (me dolía todo el cuerpo) mojándome
la cara y peinándome con el agua de una fuente cercana, donde por cierto me
llamaron la atención “porque la plaza no era un lavadero”.
Entré en una panadería y me
fui comiendo una barra de pan a secas, (cuánto hubiese dado por un café y mi
tostada de otro tiempo), sentándome en la escalinata de una iglesia hasta que
abrieron y me puse a pedir a todo el que entraba.
Era ya medio día y había
recogido 2,65 € en limosnas, cuando se me acercó un sacerdote que salió del
templo, para darme en un papel apuntado la dirección de un comedor de Cáritas,
a donde me dirigí.
Había cola para entrar y
gente discutiendo o hablando a gritos, pero otros muchos como yo, muy callados,
con la mirada perdida en el suelo o en el infinito. Aguanté una hora, pero
entré y me pude comer mi primera comida caliente en casi dos días. Cuando rebañaba
el plato con el segundo pan que me comía, se me acercó un señor sonriente y muy
amable, que se interesó por mi situación, indicándome un sitio donde me podía
asear y dormir por una noche. Le di las gracias y me dediqué a vagar por las
calles mirando a la gente cómo corría de aquí para allá, colgados de los
móviles, sin mirarse entre ellos, sin ver en los rostros ninguna sonrisa, y me
sentí terriblemente sólo e invisible.
La noche la pasé de un
albergue para indigentes, entre toses, gritos y dando vueltas en un duermevela,
en una dura cama envuelto en una manta vieja pero limpia, y así fueron pasando
unos días que se me hacían eternos.
Aguanté una semana en
aquella vida del mes que me había propuesto, pero ya no podía soportar más aquello, por lo que
me quedé despierto y pensando la última noche, sentado en un solitario banco de
un brumoso parque abandonado, mirando las estrellas y oyendo los ruidos
nocturnos de la gran ciudad. Para cuando empezaron las primeras luces del nuevo
día, retomé el camino a mi casa y a mi
ambiente.
A nadie conté mi
experiencia, pero desde aquel día fui consciente de lo que tenía, miraba con
simpatía a los desheredados de la vida, y aprendí a valorar a las personas y a
olvidarme hasta donde podía de mis egos.
Creo que aquello me sirvió
para ser mejor persona.
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