jueves, 23 de noviembre de 2017

El indigente

Le había dicho a todo el mundo que me iba de viaje y que no tenía idea de cuando regresaría (que me dejasen tranquilo), y que no llevaría teléfono, por lo que vestido con la ropa más gastada que tenía, con barba de varios días y con diez euros en el bolsillo, me perdí por la gran ciudad para probar en mis carnes como vivían “los sin techo”.
                                                                


Mientras veía a las madres llevar a sus hijos al colegio, a los coches pitando desaforados, y a las tiendas levantando sus persianas, me dediqué a visitar todos los locales que encontraba a mi paso pidiendo trabajo; algunos me decían educadamente que no, que no tenían nada para mí, pero otros me miraban con asco y me echaban de malas maneras, y así pasé el primer día muy cansado y casi sin nada en el estómago (solo había comido una manzana), durmiendo aquella primera noche en unos soportales acurrucado en un rincón entre un escaparate y una pared.
Me desperté muerto de frío y con un hambre atroz, por lo que me despejé (me dolía todo el cuerpo) mojándome la cara y peinándome con el agua de una fuente cercana, donde por cierto me llamaron la atención “porque la plaza no era un lavadero”.
                                                                      


Entré en una panadería y me fui comiendo una barra de pan a secas, (cuánto hubiese dado por un café y mi tostada de otro tiempo), sentándome en la escalinata de una iglesia hasta que abrieron y me puse a pedir a todo el que entraba.
Era ya medio día y había recogido 2,65 € en limosnas, cuando se me acercó un sacerdote que salió del templo, para darme en un papel apuntado la dirección de un comedor de Cáritas, a donde me dirigí.
                                                                  


Había cola para entrar y gente discutiendo o hablando a gritos, pero otros muchos como yo, muy callados, con la mirada perdida en el suelo o en el infinito. Aguanté una hora, pero entré y me pude comer mi primera comida caliente en casi dos días. Cuando rebañaba el plato con el segundo pan que me comía, se me acercó un señor sonriente y muy amable, que se interesó por mi situación, indicándome un sitio donde me podía asear y dormir por una noche. Le di las gracias y me dediqué a vagar por las calles mirando a la gente cómo corría de aquí para allá, colgados de los móviles, sin mirarse entre ellos, sin ver en los rostros ninguna sonrisa, y me sentí terriblemente sólo e invisible.
                                                                    


La noche la pasé de un albergue para indigentes, entre toses, gritos y dando vueltas en un duermevela, en una dura cama envuelto en una manta vieja pero limpia, y así fueron pasando unos días que se me hacían eternos.
Aguanté una semana en aquella vida del mes que me había propuesto, pero  ya no podía soportar más aquello, por lo que me quedé despierto y pensando la última noche, sentado en un solitario banco de un brumoso parque abandonado, mirando las estrellas y oyendo los ruidos nocturnos de la gran ciudad. Para cuando empezaron las primeras luces del nuevo día,  retomé el camino a mi casa y a mi ambiente.
                                                                       


A nadie conté mi experiencia, pero desde aquel día fui consciente de lo que tenía, miraba con simpatía a los desheredados de la vida, y aprendí a valorar a las personas y a olvidarme hasta donde podía de mis egos.

Creo que aquello me sirvió para ser mejor persona. 

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