Era su cumpleaños, y la familia le preguntó qué
quería de regalo por dicha efemérides. “Ya lo pensaré”, respondió, “pero por
favor no me compréis nada hasta que yo os diga, no me agobiéis”.
Fueron pasando los días y le seguían atosigando con
el susodicho regalo, y es que no lo tenía nada claro. Lo pensaba, y es que la
realidad era que le daba vergüenza que le regalaran algo que no necesitaba, un
capricho, con la que estaba cayendo a su alrededor.
Cada día los periódicos y la TV informándonos de
desalojos, gente llorando con niños y ancianos que le quitaban su última seña
de identidad: la casa. Personas como cualquiera, que habían pasado de tener un
pequeño negocio o un buen empleo, a dormir entre cartones y comer de los restos
de comida que encontraban en los contenedores.
Personas con cultura y carrera haciendo cola en un
comedor social, con el cuello del abrigo levantado para que nadie le
reconociera, con la vergüenza en el gesto y la desesperación en la mirada.
Había sido compañero de colegio. Lo reconoció pero
no fue capaz de acercarse a saludarlo. Toda
la vida luchando y encontrarse con cincuenta y ocho años en esta vergonzante
cola de desesperados que necesitaban alimentarse, comer lo que fuera: hoy,
mañana, pero sobre todo el hoy, ya no le cabía más desesperanza, ya no creía en
el futuro. Esto era una muerte lenta en un camino hacia ninguna parte.
Ante la presión familiar, fue y se compró un reloj
en el Corte Inglés, reloj que no llegó a quedárselo. Lo enseñó a propios y
extraños, lo volvió a meter en su caja y lo descambió, recuperando el dinero
que la familia se había gastado.
Algunos días después, se acercó al comedor social
donde había visto a su amigo. Entró y preguntó si podía echar una mano, y lo
aceptaron como cocinero los martes, jueves y sábados de once a cuatro.
El comedor dependía de Cáritas, a donde llegó el
dinero de su cumpleaños y este trabajo sin remunerar que a él le encantaba, ya
que en vez de jugar al dominó en el local del pensionista, se entregó en cuerpo
y alma a los que lo necesitaban.
Nadie en la familia volvió a preguntarle por el
reloj, pero se le notaba en la mirada que había recibido el mejor regalo de su
vida.
Y llegó a plantearse que otra forma de vida era
posible, que nos sobran tantas cosas como les falta a nuestros prójimos, que
hay para todos. Que si prescindiéramos de todo lo superfluo, a nadie le
faltaría comida, vestido, cama, sanidad y educación.
Si cada uno de nosotros fuese capaz de convencer a
otra persona de esto, esta crisis, esta miseria tendría arreglo. Ni los
políticos, ni el FMI, ni el BCE, ni Bruselas, ni la jodida Merkel nos pararían.
No los necesitamos. Sólo nosotros somos los responsables.
Vamos a por ello.
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