domingo, 22 de noviembre de 2015

La decisión

En intranquila duermevela pasó la noche, sabiendo en la certeza de los primeros síntomas de la mañana, que su decisión, cualquiera que fuese, iba a determinar el futuro de mucha gente,  incluidos María y sus hijos, sus compañeros de tan largo camino plagado de avatares.
                                                                 


La ansiedad de la espera con sus dudas y certezas había terminado, ya que al final la realidad del futuro vendría impuesta por otros, los de siempre, los que mandan en el destino de los que necesitan, los que al final siempre imponen su ganancia, sus intereses ineludibles.
Cómo se acordaba de aquello que siempre decía su padre en la humildad propia de un gran hombre, del que fue siempre su ejemplo y en quien siempre pensaba en momentos parecidos:
 “No quiero ser de los que manda, ni de los que son mandados”
                                                                   


Se preparó un café, el primero de la mañana, y encendió un cigarrillo, por ver si entre las volutas del humo y el aroma del café, se diluían sus temores y todo su ser se ponía en positivo ahuyentando  los temores, volviendo a ser el que siempre era, el que controlaba hasta los más íntimos y oscuros disimulos.
La terquedad o su osadía, el querer abarcarlo todo incluso más de lo que podía, más de lo aconsejablemente sensato con tal de que la gente, su gente, tuviese seguridad, y se dejara el pellejo en la lucha cotidiana sabiendo, que haciendo lo que debían nunca les faltaría el trabajo. Su jefe no los abandonaría.
                                                                   


Se vistió pausadamente después de afeitarse y tomarse una larga ducha bajo la cariñosa mirada de su mujer, que sin decir nada, le iba acercando la camisa, la corbata, los zapatos, dirigiéndole esa media sonrisa llena de dulzura y comprensión, de complicidad, pues sabía por experiencia que esos momentos en que se encerraba en sus pensamientos sobraban las palabras, pero en cada gesto de ella, en cada roce de sus manos o de sus cuerpos, le transmitía esa seguridad que sabía necesitar en estos estados de tensión.
                                                                    


La escueta realidad era que ya todo estaba atado y bien atado, sólo quedaban algunos flecos personales, que aunque  eran lo menos importante para el bien común, a él le afectaban de lleno, pues no sabía entre otras cosas, si iba a poder seguir dirigiendo aquel grupo de gente maravillosa, si él entraba en la nueva etapa que los bisoños inversores habían dispuesto para esta empresa que su padre creó allá por los años cuarenta del siglo pasado, y que para que siguiera existiendo, no había más opción que dar el paso que estaba a punto de dar.
                                                                       


Ya en el aparcamiento, y a punto de tomar el ascensor que lo llevaría al encuentro del final o del principio de tiempos mejores, pensó en su libro de cabecera, en uno de sus poetas más queridos y admirados, Kavafis, y recordó un trozo de poema:

“Ítaca te  brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,

Entenderás ya qué significan las Ítacas.”



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