En intranquila duermevela
pasó la noche, sabiendo en la certeza de los primeros síntomas de la mañana,
que su decisión, cualquiera que fuese, iba a determinar el futuro de mucha
gente, incluidos María y sus hijos, sus
compañeros de tan largo camino plagado de avatares.
La ansiedad de la espera con
sus dudas y certezas había terminado, ya que al final la realidad del futuro
vendría impuesta por otros, los de siempre, los que mandan en el destino de los
que necesitan, los que al final siempre imponen su ganancia, sus intereses
ineludibles.
Cómo se acordaba de aquello
que siempre decía su padre en la humildad propia de un gran hombre, del que fue
siempre su ejemplo y en quien siempre pensaba en momentos parecidos:
“No quiero ser de los que manda, ni de los
que son mandados”
Se preparó un café, el primero
de la mañana, y encendió un cigarrillo, por ver si entre las volutas del humo y
el aroma del café, se diluían sus temores y todo su ser se ponía en positivo ahuyentando los temores, volviendo a ser el que siempre
era, el que controlaba hasta los más íntimos y oscuros disimulos.
La terquedad o su osadía, el
querer abarcarlo todo incluso más de lo que podía, más de lo aconsejablemente sensato
con tal de que la gente, su gente, tuviese seguridad, y se dejara el pellejo en
la lucha cotidiana sabiendo, que haciendo lo que debían nunca les faltaría el
trabajo. Su jefe no los abandonaría.
Se vistió pausadamente
después de afeitarse y tomarse una larga ducha bajo la cariñosa mirada de su
mujer, que sin decir nada, le iba acercando la camisa, la corbata, los zapatos,
dirigiéndole esa media sonrisa llena de dulzura y comprensión, de complicidad,
pues sabía por experiencia que esos momentos en que se encerraba en sus
pensamientos sobraban las palabras, pero en cada gesto de ella, en cada roce de
sus manos o de sus cuerpos, le transmitía esa seguridad que sabía necesitar en
estos estados de tensión.
La escueta realidad era que
ya todo estaba atado y bien atado, sólo quedaban algunos flecos personales, que
aunque eran lo menos importante para el
bien común, a él le afectaban de lleno, pues no sabía entre otras cosas, si iba
a poder seguir dirigiendo aquel grupo de gente maravillosa, si él entraba en la
nueva etapa que los bisoños inversores habían dispuesto para esta empresa que
su padre creó allá por los años cuarenta del siglo pasado, y que para que siguiera
existiendo, no había más opción que dar el paso que estaba a punto de dar.
Ya en el aparcamiento, y a
punto de tomar el ascensor que lo llevaría al encuentro del final o del
principio de tiempos mejores, pensó en su libro de cabecera, en uno de sus
poetas más queridos y admirados, Kavafis, y recordó un trozo de poema:
“Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías
emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que
darte.
Aunque la halles pobre,
Ítaca no te ha engañado.
Así sabio como te has
vuelto, con tanta experiencia,
Entenderás ya qué significan
las Ítacas.”
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