Dicen, que hace tiempo,
mucho tiempo, existió un pequeño pueblo perdido entre unas inhóspitas montañas
de un oculto país (del cual no diremos su nombre), que vivía feliz y contento
ya que todos eran familia de todos, y aunque aislados en aquellos picos inaccesibles
casi siempre nevados, no les faltaba de nada o nada echaban de menos por no
haber conocido sino lo que allí había, ya que sólo en la época de las fiestas
locales subían hasta allí algunos buhoneros y saltimbanquis, lo que daba lugar
a todo un acontecimiento.
No tenían alcalde, ni
milicia, ni juez, y por supuesto ningún servicio en la comunidad, pues cuando
había que apisonar la tierra de una calle o surgía algo, lo solucionaban entre todos.
Pero lo que originalmente
fueron sólo unas pocas familias dedicadas a la agricultura y la ganadería,
empezó a crecer y crecer, de tal forma que llegó un momento en que se empezaron
a producir algunos conflictos, eternas riñas sin asomo de final, y al no haber
ninguna autoridad empezaron los problemas entre unos y otros, apareciendo la
violencia y los odios, cosas que allí eran nuevas, por lo que un día decidieron
reunirse todos en la plaza para ver qué se podía hacer.
Se formó un guirigay enorme,
pues cada uno empezó a gritar los agravios que había recibido, y como todos
tenían algo de que quejarse no había forma de entenderse, por lo que el más
viejo del lugar calmó como pudo los ánimos logrando que se callaran, rogándole a continuación muchos de los
asistentes que propusiera alguna solución.
Este buen hombre nunca había
salido de aquel terruño, pero al haber leído libros lo consideraban sabio, y
además por su buen carácter era aceptado
y respetado por todos.
Nuestro hombre se sintió
tremendamente angustiado por la responsabilidad que le había caído encima, pero
la aceptó proponiendo que lo dejaran pensar durante cinco días, después de los
cuales volverían a reunirse.
Pasado este tiempo y con
muchas dudas, les propuso que había que nombrar a tres miembros de la comunidad,
para que uno se encargara de los conflictos entre vecinos, otro de las normas
de convivencia, y un tercero por encima de estos dos que decidiera en caso de
duda o para otras cosas que necesitase el pueblo, siendo la decisión de este
último de obligado cumplimiento.
Les propuso que estos cargos
serían voluntarios y sin ninguna ventaja ni compensación para los elegidos o sus familias, y que todos
los habitantes podían en reunión quitar a unos y poner a otros.
“¿A quién ponemos?”, decían
mirando al viejo.
“Yo no puedo pues soy muy
mayor, así que digo que levante el brazo quien quiera ser uno de estos tres”,
dijo mirando a sus iguales.
La gente se quedó callada
mirándose unos a otros, pues nadie quería un puesto que les diera más trabajo y
problemas, y sin bienes ni ventaja alguna.
Acordaron retirarse hasta el
día siguiente para que diera tiempo a pensar en la propuesta, y todos durmieron
intranquilos dando vueltas en sus míseros jergones de paja.
Volvieron a reunirse
callados, sin voluntarios, (aunque nadie lo decía pero todos lo pensaban), y es
que nadie quería pringarse para no sacar ningún provecho, por lo que volvieron
a preguntar a aquel hombre qué hacer.
Propuso con un gesto
socarrón previniendo lo que ocurriría, que se creara un fondo comunal para
pagarles a los tres voluntarios, aportando cada uno en función de las tierras,
el ganado y las riquezas que tenían, y que se presentaran candidatos para los
puestos, y el que más brazos en alto lograra seria el elegido.
Ahí empezaron a levantarse
manos y escucharse gritos, pues unos se ofrecían para el puesto y otros
protestaban por tener que dar algo de lo ganado con su trabajo para beneficio
de algunos.
Después de un rato templando
ánimos, dijo el enfadado anciano: “No queréis pagar para vuestra concordia y
tranquilidad, y en caso de hacerlo, todos queréis el puesto. Decid qué
hacemos”.
El murmullo de las primeras
respuestas, se hizo general poco después, hasta que sólo se escuchó:
“Seguiremos igual”.
En silencio todos se fueron
retirando a sus casas, y así fue como después de un tiempo en que ni había paz,
ni se podía vivir allí, la capital del estado ante tantos desmanes y
asesinatos, mandó a un dictador y un retén de soldados para mantener el orden y
cobrar injustos impuestos a todos.
Hoy, después de que se acabó
la eterna dictadura y de muchos años de democracia, los nietos y bisnietos de
aquellos pocos pobladores se preguntan, hartos de corruptelas y prebendas de
sus próceres elegidos, de si no habría que volver al principio y hacer las
cosas de otra manera.
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