martes, 17 de mayo de 2016

El pueblo que no quiso ser libre

Dicen, que hace tiempo, mucho tiempo, existió un pequeño pueblo perdido entre unas inhóspitas montañas de un oculto país (del cual no diremos su nombre), que vivía feliz y contento ya que todos eran familia de todos, y aunque aislados en aquellos picos inaccesibles casi siempre nevados, no les faltaba de nada o nada echaban de menos por no haber conocido sino lo que allí había, ya que sólo en la época de las fiestas locales subían hasta allí algunos buhoneros y saltimbanquis, lo que daba lugar a todo un acontecimiento.
No tenían alcalde, ni milicia, ni juez, y por supuesto ningún servicio en la comunidad, pues cuando había que apisonar la tierra de una calle  o  surgía algo, lo solucionaban entre todos.
Pero lo que originalmente fueron sólo unas pocas familias dedicadas a la agricultura y la ganadería, empezó a crecer y crecer, de tal forma que llegó un momento en que se empezaron a producir algunos conflictos, eternas riñas sin asomo de final, y al no haber ninguna autoridad empezaron los problemas entre unos y otros, apareciendo la violencia y los odios, cosas que allí eran nuevas, por lo que un día decidieron reunirse todos en la plaza para ver qué se podía hacer.
Se formó un guirigay enorme, pues cada uno empezó a gritar los agravios que había recibido, y como todos tenían algo de que quejarse no había forma de entenderse, por lo que el más viejo del lugar calmó como pudo los ánimos logrando que se callaran,  rogándole a continuación muchos de los asistentes que propusiera alguna solución.
Este buen hombre nunca había salido de aquel terruño, pero al haber leído libros lo consideraban sabio, y además por su  buen carácter era aceptado y respetado por todos.
Nuestro hombre se sintió tremendamente angustiado por la responsabilidad que le había caído encima, pero la aceptó proponiendo que lo dejaran pensar durante cinco días, después de los cuales volverían a reunirse.
                                                              


Pasado este tiempo y con muchas dudas, les propuso que había que nombrar a tres miembros de la comunidad, para que uno se encargara de los conflictos entre vecinos, otro de las normas de convivencia, y un tercero por encima de estos dos que decidiera en caso de duda o para otras cosas que necesitase el pueblo, siendo la decisión de este último de obligado cumplimiento.
Les propuso que estos cargos serían voluntarios y sin ninguna ventaja ni compensación  para los elegidos o sus familias, y que todos los habitantes podían en reunión quitar a unos y poner a otros.
                                                                


“¿A quién ponemos?”, decían mirando al viejo.
“Yo no puedo pues soy muy mayor, así que digo que levante el brazo quien quiera ser uno de estos tres”, dijo mirando a sus iguales.
La gente se quedó callada mirándose unos a otros, pues nadie quería un puesto que les diera más trabajo y problemas, y sin bienes ni ventaja alguna.
Acordaron retirarse hasta el día siguiente para que diera tiempo a pensar en la propuesta, y todos durmieron intranquilos dando vueltas en sus míseros jergones de paja.
                                                                   
 
Volvieron a reunirse callados, sin voluntarios, (aunque nadie lo decía pero todos lo pensaban), y es que nadie quería pringarse para no sacar ningún provecho, por lo que volvieron a preguntar a aquel hombre qué hacer.
Propuso con un gesto socarrón previniendo lo que ocurriría, que se creara un fondo comunal para pagarles a los tres voluntarios, aportando cada uno en función de las tierras, el ganado y las riquezas que tenían, y que se presentaran candidatos para los puestos, y el que más brazos en alto lograra seria el elegido.
                                                                   


Ahí empezaron a levantarse manos y escucharse gritos, pues unos se ofrecían para el puesto y otros protestaban por tener que dar algo de lo ganado con su trabajo para beneficio de algunos.
Después de un rato templando ánimos, dijo el enfadado anciano: “No queréis pagar para vuestra concordia y tranquilidad, y en caso de hacerlo, todos queréis el puesto. Decid qué hacemos”.
El murmullo de las primeras respuestas, se hizo general poco después, hasta que sólo se escuchó: “Seguiremos igual”.
                                                                        


En silencio todos se fueron retirando a sus casas, y así fue como después de un tiempo en que ni había paz, ni se podía vivir allí, la capital del estado ante tantos desmanes y asesinatos, mandó a un dictador y un retén de soldados para mantener el orden y cobrar injustos impuestos a todos.

Hoy, después de que se acabó la eterna dictadura y de muchos años de democracia, los nietos y bisnietos de aquellos pocos pobladores se preguntan, hartos de corruptelas y prebendas de sus próceres elegidos, de si no habría que volver al principio y hacer las cosas de otra manera.

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