lunes, 27 de junio de 2011

Aprender en la prórroga

Ahora, por fin, te puedes sentar en un banco del parque y mirar como las palomas se comen las migajas del pan que vas desgranando; la mente en blanco, el mirar perdido y el reloj olvidado. 
Ya no tienes quien te atosigue con la impertinencia de la puntualidad en las citas, ni con el informe inmediato, ni el viaje de última hora. Puedes separar lo urgente de lo importante. Ya tu tiempo se ha detenido, solo tú administras las ganas de hacer algo y has perdido, en buena hora, las prioridades de las obligaciones.

                                                                                 
Cuanto camino recorrido hasta ese momento, cuantas situaciones en que te has creído imprescindible, importante.
Admirado, odiado, querido, halagado. Ya ese tiempo pasó a la historia. Ahora eres uno más de los que van a descubrir el gozo de la vida sin prisas ni agobios. ¡No te lo puedes creer!
Es el primer día en que eres administrador único de tus quehaceres, el primer día en que te puedes equivocar sin que se hunda el cielo.
Ir donde quieras y con quien quieras, descubrir esa afición escondida que te atrapa sin importarte los días, las semanas, los meses y quizás los años que le dediques, sin premuras, saboreando a cada paso lo intangible de la satisfacción sin apresuramientos.

                                                                              
No sabes cuantos años te quedan por cumplir, diez, veinte, quizás veinticinco. Da igual. Lo vas a aprovechar con el corazón de la juventud y  la cabeza con algo de sabiduría. 
“A la muerte ni temerla ni buscarla, hay que esperarla”.
Irás al médico lo mínimo, “a cualquier dolencia, paciencia”, comerás de lo que te gusta y beberás con los amigos sin emborracharte, solo lo justo para que chispee la conversación y te vengan los recuerdos. Se acabó el machacarse en el gimnasio, las dietas imposibles y los suplementos dietéticos para prevenir el colesterol. “A caballo viejo, poco verde”.
Perderte en los mercadillos de pueblo, ir a todas las ferias del libro, del coche, de las antigüedades, meterte en los museos con paso tranquilo. Coger un tren de cercanías o un autobús circular sin importarte a donde te lleve. Ver tu ciudad o tu provincia como un paleto recién llegado a la capital.

                                                                                 
Sentarte con tu nieta de dos años a contarle cuentos, a hacer puzles, a ver esos dibujos animados que hablan de juegos, de niños, de sorpresas. Y aprenderte un montón de canciones nuevas y recordar otras olvidadas. Escuchar lo que te dice y hablarle con una ternura nueva que no sabes de donde te ha salido.
Cómo vas a disfrutar. Te lo mereces después de tantas obligaciones propias y ajenas. 
Explota de felicidad, es tu momento.

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