A pesar de estar en ropa interior, no sentía el frío
de este otoño convertido fugazmente en invierno polar. Observaba con la mente
ida, en blanco, como la luna aún no se había ocultado y ya un tímido sol
apuntaba sus primeros rayos a través de pequeñas y algodonosas nubes. Miraba
todo esto desde el balcón de la casa de mis padres en una décima planta. ¿Qué
hacía aquí?
Sin tenerlo totalmente claro, deseaba solucionar los
problemas en forma de caída al vacío, pero no tenía cojones. El móvil seguía
sonando desde la noche anterior y no sólo no lo cogí sino que lo desconecté. No
quería hablar de nada con ella ni con nadie.
La infeliz coincidencia, quiso que el día anterior
me olvidara unos documentos en mi domicilio y al entrar sin avisar en casa, por
las prisas, me encontrara a mi mujer a brazo partido y casi desnuda, en el sofá
del salón abrazada a un vecino que vivía desde hacía poco tiempo en el adosado
contiguo a mi chalet. ¡Qué mazazo sentí en todo mi cuerpo!
¿Qué haríais ante estos hechos o circunstancias?
Yo me vine de momento a este deshabitado piso a
pensar. Llevábamos juntos diez años, casados seis, y teníamos un hijo de nueve
años y la pequeña Marisa de cinco.
Cuando ya las piernas me flaqueaban y tenía el frío
metido en las entrañas, me decidí a entrar y echarme en un sillón, rompiendo a
llorar no sé si de pena o rabia, como antes nunca lo había hecho.
De una forma refleja, me metí en la ducha y estuve
un rato bajo el chorro de agua fría, pues estaba apagado el calentador. No la
sentía, me daba igual.
Instintivamente me vestí, cogí el coche y me dirigí
a mi casa.
Los niños no estaban, sólo mi mujer con cadavérica
cara de haber estado llorando y no haber dormido en toda la noche. No dije
nada, sólo me senté frente a ella con una copa de coñac, pues temblaba como una
hoja arrastrada por el viento, y la sensación de frío se me hacía insoportable.
-¿Qué haremos?, dije sin mirarla.
-Lo que tú propongas me parecerá bien, dijo, pero me
gustaría que me escucharas y luego decides.
-Esto que he hecho, es una tontería en un momento en
que estaba desmotivada en nuestra relación. Ni lo quiero, ni se me ocurrió en
ningún momento dejarte por esta aventura absurda que ni sé como llegué a
consentir. Fue un momento trágico, en que pensé “¿Por qué no? Me ayudará a ver
si lo sigo queriendo después de tantos años, los últimos por cierto, de una
monotonía que me tenía asqueada de mi misma, pues seguro que yo tengo mucha
culpa de haber llegado a esta situación”.
-La autentica realidad de mi corazón, es que te quiero
más que a mi vida, aunque no sé si después de esto te servirán de algo mis
palabras, pero he descubierto que sólo a tu lado la vida, mi vida, tendría
sentido.
Hubo un largo silencio en que con mano temblorosa
vacié la copa de un golpe. Estaba confuso, era un macho herido y casi muerto.
-No sé si merecerá la pena darnos otra oportunidad.
Luego también están los niños, pero es de nuestro espacio del que estamos
hablando y el que hemos olvidado. Quizás las preocupaciones diarias por
nuestros hijos, nos han hecho olvidarnos de nosotros que somos el generador que
alimenta nuestra convivencia, y por qué no decirlo, también nuestra felicidad.
-Empecemos de cero, como si hoy comenzáramos a
conocernos, me dijo tendiéndome la mano que yo dudé en tomar durante un tiempo
que me pareció una eternidad.
Pasó el invierno y todas las estaciones de un montón
de tiempo de nuestras vidas. Y aquí estamos después de cuarenta años de
convivencia. Tuvimos dos etapas en nuestra relación, marcada la segunda por
aquel infortunado hecho del que nunca más volvimos a hablar.
La quiero; nos queremos. Tenemos tres nietos
preciosos en donde volcamos nuestro cariño. La gente que nos ve siempre
agarrados de la mano nos envidia por querernos después de tantos años. A nadie
le importa los kilos de leña que hemos echado en nuestra caldera para mantener
esto tan difícil que es la convivencia de dos personas que se aman.
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