lunes, 29 de octubre de 2012

Domund



Como cada año, se acercaba la fecha en la que el  colegio de los Hermanos Maristas, nos daba huchas con formas de cabezas de indios, negritos y chinitos a todos los voluntarios que quisiéramos salir a pedir para las Misiones Católicas de todo el mundo.
Nos reunimos cuatro amigos de la clase, para ser ese año los campeones del colegio, pues el año anterior nos quedamos a muy pocas pesetas de ser los mayores recaudadores. Este año ganaríamos nosotros, porque teníamos una estrategia.

                                                                             
La primera parte fue ofrecernos voluntarios al hermano Claudio para ayudarle a traer toda la propaganda que correspondía al  colegio para la cuestación desde la calle Don Remondo, lo cual hicimos con mucho gusto, ya que nos permitió tener más banderines, escudos y demás parafernalia que nadie, y para el plan de la mesa que pensábamos poner nos venía de escándalo.
Ya teníamos localizada la mesa petitoria, el mantel, la gran bandeja de plata del centro y lo que era más importante y manteníamos en absoluto secreto, el sitio donde instalaríamos todo esto. Ya que en las puertas de las iglesias no podía ser porque las señoras de las parroquias ponían la suya, se me ocurrió ponerla en la Plaza del Duque, en la acera entre la confitería de mi padre y el Hotel Venecia.

                                                                            
Una semana antes ya estaba todo preparado, incluso yo había hablado con algunas de las señoras mas riquitas del barrio, para pedirle que dejaran su óbolo en nuestra mesa; pero nos dieron las notas de la quincena el domingo antes, y las mías aunque buenas, me habían situado en el puesto número once de la clase, y de ahí vino el problema que yo no esperaba.
Cuando llegué con las notas a la tienda de mi padre  y entre varios de mis amigos como escuderos, se las entregué dispuesto a aguantar el chaparrón, pues él quería que yo fuera de los cinco primeros del curso, de forma que me hizo entrar a la trastienda donde me dio todas las guantadas que quiso hasta que se cansó, pero lo más duro fue cuando me castigó a no salir a pedir en el Domund, después de todo el trabajo que me había tomado.

                                                                            
De nada sirvieron la mediación de mis amigos y la de algunos de sus padres, por lo que tuve que ver desde la puerta de la tienda como montaban la mesa y me miraban con lástima mis compañeros, pues habíamos trabajado duro para ser los mejores.
Quedamos en que yo me llevaría mi hucha a la tienda para ver de pedir a la gente que entrara a comprar, lo cual impidió mi padre escondiéndome al chinito, así que tragándome mis lagrimas de hombre de diez añitos pasé uno de los peores días de mi vida.
Lo que nunca supo, fue que le quité un montón de dinero en moneditas para al día siguiente echar algo en la hucha y que no llegara vacía al colegio. Mis amigos no consintieron que me retirara de la mesa por no haber podido echar una mano, lo que nos castigó nuevamente a los cuatro  al segundo puesto.

                                                                                 
Pero ¿Sabéis qué? Aquello contribuyó a que cimentara entre nosotros una profunda amistad que mantuvimos hasta que salimos del colegio para que cada uno siguiera su camino de adulto.
Esto que escribo, me lo recordó uno de aquellos amigos del colegio que me encontré la tarde de un sábado de octubre en la boda de una sobrina. Me comentó, que nunca en su vida pudo olvidar aquel episodio de   cuando estábamos en Ingreso, antes de empezar el bachillerato. Yo tampoco.

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