(Dedicada a Mª del Carmen
Carmona y a Carlos, su marido)
Como cada lunes desde hacía algún tiempo, me
encontraba a las puertas de la Casa Cuna, institución que disponía de un
consultorio gratuito materno-infantil y de un centro de acogida para niños que
por diferentes motivos estaban allí, y que dependían para casi todo de esta noble
casa.
Con el coche cargado hasta los topes de productos
dietéticos, libritos con concejos a las madres, y mucha propaganda que le era
de gran utilidad a esta institución sin ánimo de lucro, me dispuse a
descargarlo todo en el almacén del consultorio.
Ya había casi terminado, cuando me di cuenta de que
una pequeña, negra como el carbón y de unos cinco años, no me quitaba la vista
de encima.
Ya había terminado, y después de hablar con los
pediatras y las monjas del consultorio, la niña seguía allí mirándome. Me
acerqué y le pregunté:
-¿Cómo te llamas?
-Susi, me contestó.
-¿Quieres que vayamos al puesto a comprar chuches?
-Bueno, me dijo dándome la mano.
Se lo dije a la monja, y me autorizó a ir con ella
hasta un puestecillo ambulante que había a las puertas de los jardines de la
Casa Cuna.
La realidad es que estaba muy cortado con aquello,
pero ya en el puesto le compré de todo lo que quiso.
Íbamos ya de vuelta cuando le pregunté:
-Te divertirás mucho jugando con tantos niños, ¿No?
-Mi madre viene muy poco a verme y no me quiere, me
soltó.
-Eso no puede ser. Lo que pasa es que tu madre
estará trabajando mucho y por eso a lo mejor no puede venir a verte todo lo que
quisiera.
Ya estábamos llegando y le dije:
-Bueno, yo también me tengo que ir a trabajar ¿Nos
veremos otro día?, le dije dándole un pellizquito en la barbilla.
-Yo vivo aquí.
Salí de allí con el cuerpo malo, angustiado por
imaginarme la vida de la pequeña en aquel cuartel. La próxima semana me
informaría más a fondo, aunque no sabría decir qué me impulsaba a esto. Ya
sabía que los niños que por muchos motivos eran abandonados allí por sus
padres, se daban en adopción. Pero yo no tenía ninguna intención de… ¿O sí?
Pasaron varias semanas y cada vez que iba al
consultorio, la niña, Susi, me esperaba en la puerta. Yo le compraba siempre
chucherías, hablábamos de sus juegos y también me dijo que estaba aprendiendo a
leer para “trabajar de monja”. Un día me dijo al despedirme de ella:
-Me quiero ir contigo.
Salí corriendo con las lágrimas rodándome por la
cara. Estaba totalmente confuso y lloraba de la pena que sentía por mí mismo,
por cobarde. Yo no quería profundizar en aquello, pues no estaba seguro de
querer implicarme completamente en todo lo que significaba.
Un día se lo conté todo a mi mujer. Nosotros ya
teníamos una niña, pero ella me dijo:
-Piénsalo bien, porque si la niña entra en esta
casa, ya no sale.
Estaba obsesionado con aquello, me superaba. Le pedí
cita al director de la Casa Cuna, Dr. D. Antonio González Meneses, y quedamos
en vernos en su casa después de la consulta.
De entrada, me dijo que ya sabía a lo que iba, pues
aparte de que él me había observado en el consultorio con la niña, también se
lo habían contado las monjas.
Me dijo que el padre de la niña era un yonqui y que
su madre se prostituía para poder pagarse, él la droga y ella el coñac, pues
era alcohólica en un estado casi terminal. Cada vez que habían intentado dar la
niña en adopción, no se había podido, pues poco más que querían vender a su
hija para tener una fuente de dinero que les pagara sus vicios. Me aconsejó que
me olvidara del tema, pero ante mi insistencia me dio una dirección donde podía
ver a la pareja y hablar con ellos, si es que no estaban "puestos". Tenía que
tener cuidado, pues él era muy violento bajo el síndrome de abstinencia.
Vivían, si aquello se podía llamar así, en un
cuartucho de una destartalada casa semirruinosa junto a la Alameda de Hércules.
Allí me dirigí al día siguiente, pero no había nadie, aunque un vecino me dijo
tras pedirme una propina, que paraban en un bar dos casas más allá.
Cuando entré en aquel tugurio, no tuve que
preguntar, pues sólo ellos estaban, espatarrados en una mesa con una botella
por delante. Se me había pasado el miedo y los nervios. Estaba totalmente
sosegado, y así me dirigí a ellos y con total tranquilidad me presenté y les
dije cual era el motivo de mi visita.
Ella no dijo nada, pues casi estaba dormida de la
borrachera que tenía encima, pero él se me encaró de muy malas formas,
preguntándome cuánto dinero les daría.
Le expliqué mi intención y la de mi mujer de adoptar
legalmente a Susi, de cuidarla y quererla como a una hija, y que el dinero que
hubiera que dar lo daría a través del director del centro.
Se echó a reír con los ojos inyectados en sangre, y
jugando con una navaja automática me escupió con grandes gritos que si quería
adoptar a la niña, quería quince mil pesetas mensuales, y que cuando se acabara
el dinero se llevaban a la chica, “Papeles y firmas ninguna, pringao”, me dijo.
Perdí totalmente el control, me acerqué a donde
estaba diciéndole los peores insultos que se le pueden decir a un hombre que se
precie de tal, me amenazó con la navaja
y sin pensar a lo que me exponía, le
estrellé una silla en la cabeza antes de salir corriendo de allí como un loco.
Cuando paré asfixiado, ni sabía el tiempo que
llevaba corriendo ni donde estaba. Apoyado en una farola, recuperé el sentido
de las cosas, me senté en una cafetería frente a la basílica de la Macarena, y
me bebí dos whiskies que me llevaron a las lágrimas.
Hace muchos años de aquello, pero nunca lo olvido ni
lo olvidaré. Me imagino la vida de alegría y felicidad que esa niña hubiera
llevado en mi casa, junto a la gran familia
de titos, primos y abuelos que formamos, y con la misma calidad de vida
que hemos dado a nuestros hijos. Ahora
tendría o tendrá la misma edad de mi hija.
Que pena, que saliera adelante, besos. Roberto
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