martes, 5 de febrero de 2013

Robo y sospechas



Habían desaparecido unas joyas muy valiosas de casa de mi hermana: Una pulsera de “pedida” increíblemente bella y dos anillos con unos pedruscos enormes, según mi familia aún mejores que la pulsera. Todo era heredado de la abuela y que le había correspondido en el reparto de esta entre sus  nietas.
De los varones ni se acordó, por eso yo sentí en lo más hondo de mi parte malsana, una alegría por el suceso que jamás se me ocurriría decir en voz alta, pues a mis quince años con la fama de rebelde y de trasto que tenía, mi popularidad se hubiera venido al suelo.

                                                             
Ni que decir tiene que se denunció el hecho a la policía, la cual empezó a investigar lo de las joyas como si fueran las de Catalina “La Grande” de Rusia, ya que además mi odioso cuñado mantenía una gran amistad con el comisario jefe de la cercana Comisaría.
En aquella época donde no existían libertades de ningún tipo,” todo acusado era culpable mientras no se demostrara lo contrario”, por lo que a la primera que se llevaron entre llantos y negaciones fue a la tata de los niños para interrogarla. Durmió una noche en el calabozo antes de dejarla libre, pero a continuación fue a su novio a quien se llevaron, el cual devolvieron lleno de moratones, por lo que con buen criterio ambos se despidieron de mi hermanísima deseándole lo peor, pues mi queridísima seguía insistiendo con que habían sido ellos.

                                                              
Lo que ya no esperaba es que al próximo al que llamara la policía fuese a mí, pues el dicharachero de mi cuñado le dijo a su amigo policía, que yo dormía en su casa algunas noches, ya que daba clases particulares a su hijo mayor y además me tenían para todo, pues a parte de llevar a los niños al colegio y pasearles al perro, me tenían para cualquier cosa por las cincuenta pesetas que me daban los domingos.
A mí me trataron bien pues fui con mi madre, pero me insinuaron desde si yo había caído en la droga o necesitaba dinero para putas, hasta prometerme con escogidas palabras, que si devolvía las joyas no me pasaría nada.
Fueron pasando los días entre el disgusto y el recelo de toda la familia, aunque yo seguía ayudando en casa de mi hermana pero sin quedarme a dormir, porque el dinerito que cobraba los domingos me venía de perlas.

                                                                       
Un día paseando al perro observé, como este con un hueso en la boca se perdía por un arriate de la plaza y lo escondía en un hoyo profundo que parecía haber horadado ya otras veces como cueva del tesoro, por lo que llevado por la curiosidad, cogí una rama y empecé a desenterrar las porquerías que había escondido, y cuál no sería mi asombro cuando empezaron a salir muchas cosas de mi hermana: un guante, una media, dos pañuelos y aquí vino la gran sorpresa, pues aparecieron los dos anillos de la señora y la pulsera.
Corrí como loco hacia la casa con el preciado botín que todo lo aclaraba. Mi hermana me abrazaba llorando de alegría, pero al cabrón de mí cuñado sólo se le ocurrió decir de la peor forma posible, que por fin había recapacitado “el perro” y había devuelto lo que no era suyo.
Yo era joven y no quise contestarle, pero dejé de acudir a su casa a pesar de la insistencia de mi hermana y de la falta que me hacía el peculio.
Que Dios se apiade de los que han penado cárcel y castigos sin culpa alguna y sin que los defiendan.

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