miércoles, 11 de julio de 2018

Lo que siembras...


Desde siempre fue igual. Era un buen niño, de gran corazón: aplicado en los estudios, solidario, generoso y amigo de sus amigos, pero según sus padres, no.
                                                                


Ellos decían que era un niño muy rebelde, que siempre reclamaba los porqués de todo, que iba a lo suyo y nada más, y que aparte de no colaborar en casa, hacía la vida familiar muy difícil por los frecuentes desacuerdos y los muchos enfrentamientos.
                                                                     


Esto que quizás se pudiera haber encausado con cariño y mano izquierda en los años de infancia y juventud, se fue enquistando y empeorando, ya que el padre todo lo acababa con castigos e incluso algunas palizas que lo empeoraron todo, de tal forma que Miguel parecía un extraño en aquella casa, no hablaba, obedeciendo a regañadientes, no colaboraba en nada, y siempre con la expresión seria.
                                                                    


Su madre, siempre de parte del autoritario padre acomplejado, ya que este,  pagaba sus fracasos económicos y el final ruinoso de sus negocios y su estatus social con el muchacho, y en esta mujer fue prevaleciendo el amor al marido al instinto de madre, y además la indiferencia en su único hermano, el hijo ejemplar con el que siempre lo comparaban para destacar la maldad de aquel chico.
                                                                      


Intentaron incluso meterlo en un centro de “reeducación” donde iban los delincuentes precoces cuando lo dictaminaba un juez, pero a pesar de que lo intentaron aportando mentiras y algunas pruebas que no se sostenían, no había delito alguno, y en función de la entrevista que sostuvieron con el chico y el informe psicológico, descartaron las autoridades esta medida extrema.
                                                                    


Fueron pasando los años en este estado de cosas, pero los acontecimientos se precipitaron cuando Miguel comunicó que no se matricularía en ingenierías como quería su progenitor, sino que  haría o filología inglesa o nada, y ya todo estalló en esta soterrada guerra latente durante demasiado tiempo.
                                                                    


Cuando Miguel se enfrentó a su padre y le escupió a la cara todo lo que llevaba acumulado dentro, su progenitor estalló con ira e insultos, e intentó darle dos bofetadas al joven como había hecho otras veces, pero este agarró  la mano de su padre  y no se dejó golpear,  por lo que rojo de impotencia y soberbia, lo echó de la casa para que no volviera jamás, ante el silencio cómplice de su madre y hermano.
                                                                       


Habían pasado muchos años de aquello cuando le comunicaron a Miguel que su padre había muerto y que su madre quería su presencia en el sepelio.
En todo este tiempo, Miguel había acabado la carrera de filología compaginándola con trabajos temporales, había ganado unas oposiciones a profesor de instituto y era en lo que trabajaba desde hacía tres años, había triunfado como escritor con sus dos novelas publicadas, vivía con su novia de siempre y tenía un niño que la familia no conocía, pues no había habido ningún contacto hasta ahora con la escueta llamada.
                                                                      


Llegó al tanatorio, besó protocolariamente a su madre, le dio la mano a su hermano y a algunos conocidos, y en media hora se despidió sin una lágrima ni una condolencia.
Quien siembra vientos recoge tempestades.

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