Desde siempre fue igual. Era
un buen niño, de gran corazón: aplicado en los estudios, solidario, generoso y
amigo de sus amigos, pero según sus padres, no.
Ellos decían que era un niño
muy rebelde, que siempre reclamaba los porqués de todo, que iba a lo suyo y
nada más, y que aparte de no colaborar en casa, hacía la vida familiar muy
difícil por los frecuentes desacuerdos y los muchos enfrentamientos.
Esto que quizás se pudiera
haber encausado con cariño y mano izquierda en los años de infancia y juventud,
se fue enquistando y empeorando, ya que el padre todo lo acababa con castigos e
incluso algunas palizas que lo empeoraron todo, de tal forma que Miguel parecía
un extraño en aquella casa, no hablaba, obedeciendo a regañadientes, no colaboraba
en nada, y siempre con la expresión seria.
Su madre, siempre de parte
del autoritario padre acomplejado, ya que este,
pagaba sus fracasos económicos y el final ruinoso de sus negocios y su
estatus social con el muchacho, y en esta mujer fue prevaleciendo el amor al
marido al instinto de madre, y además la indiferencia en su único hermano, el
hijo ejemplar con el que siempre lo comparaban para destacar la maldad de aquel
chico.
Intentaron incluso meterlo
en un centro de “reeducación” donde iban los delincuentes precoces cuando lo
dictaminaba un juez, pero a pesar de que lo intentaron aportando mentiras y
algunas pruebas que no se sostenían, no había delito alguno, y en función de la
entrevista que sostuvieron con el chico y el informe psicológico, descartaron
las autoridades esta medida extrema.
Fueron pasando los años en
este estado de cosas, pero los acontecimientos se precipitaron cuando Miguel
comunicó que no se matricularía en ingenierías como quería su progenitor, sino
que haría o filología inglesa o nada, y
ya todo estalló en esta soterrada guerra latente durante demasiado tiempo.
Cuando Miguel se enfrentó a
su padre y le escupió a la cara todo lo que llevaba acumulado dentro, su
progenitor estalló con ira e insultos, e intentó darle dos bofetadas al joven
como había hecho otras veces, pero este agarró la mano de su padre y no se dejó golpear, por lo que rojo de impotencia y soberbia, lo
echó de la casa para que no volviera jamás, ante el silencio cómplice de su
madre y hermano.
Habían pasado muchos años de
aquello cuando le comunicaron a Miguel que su padre había muerto y que su madre
quería su presencia en el sepelio.
En todo este tiempo, Miguel
había acabado la carrera de filología compaginándola con trabajos temporales,
había ganado unas oposiciones a profesor de instituto y era en lo que trabajaba
desde hacía tres años, había triunfado como escritor con sus dos novelas
publicadas, vivía con su novia de siempre y tenía un niño que la familia no
conocía, pues no había habido ningún contacto hasta ahora con la escueta
llamada.
Llegó al tanatorio, besó
protocolariamente a su madre, le dio la mano a su hermano y a algunos
conocidos, y en media hora se despidió sin una lágrima ni una condolencia.
Quien siembra vientos recoge
tempestades.
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