viernes, 13 de junio de 2014

Inesperada herencia ( I )

Ahora, después de su muerte, hasta casi parece querido por la larga familia lejana recién aparecida y muchos que, se dicen, eran sus amigos. Hablo del “bueno” del tío Rafael, hermano de mi difunta madre, que era un solterón meapilas, alto y delgado cual espárrago, amargo de carácter y cortante en las tercas frases que muy pocos le oyeron en su larga vida.
Conmigo, sobrino de sangre y única descendencia que tenía, siempre se comportó como mi segundo padre y casi como un amigo, quizás debido a nuestras largas parrafadas sobre historia y literatura, que siempre iban acompañadas por buenos vinos tintos o blancos, de España o de cualquier lugar del mundo que tuviese cepas del gusto más refinado que encontrarse pudiera.
                                                                           


A su fallecimiento, debido a los noventa y tantos años que tenía, me encontré con la sorpresa de que todos los bienes que poseyó en vida los había puesto a mi nombre y declarado “heredero universal”, incluso pagó los derechos reales o de herencia que comportaban sus posesiones, según me comunicó su otro único amigo, el notario del Ilustre Colegio de Madrid, D. Miguel Téllez y Olabarría; a saber:
Una casa en el barrio de Santa Cruz de Sevilla, un ático con jardincito y piscina frente a la Giralda, un piso en la Gran Vía de Madríd, tres apartamentos en diferentes playas, y la perla: una enorme finca de viejos viñedos con una tremenda y señorial construcción en piedra, aneja a la bodega que pisaba y comercializaba el néctar envidiado de aquellas uvas.
                                                                            


Pero el verdadero misterio estaba, en que no había por ningún sitio dinero en efectivo ni cuentas bancarias, y nada se sabía de las múltiples acciones que constaba que tenía. Sólo existían las cuentas que gestionaban su bodega y las que su administrador tenía abiertas para los pagos de los gastos de sus inmuebles y los sueldos de su personal, y que se nutrían de los dividendos que recibía, pero incluso esta última, sólo disponía de dinero para pagar los gastos más apremiantes.
Como podréis imaginar, aunque en un principio me puse muy contento por lo que aquello aliviaba mis penurias económicas, me encontré con un problema que no sabía cómo iba a afrontar, pues la realidad sea dicha, todo me venía un poco lo siguiente de muy grande.
En estas estaba, cuando mi primera actuación fue confirmar a todo el mundo en sus puestos incluido el administrador, y es de justicia decir que este hombre también mayor, sería mis manos y mis ojos hasta que once años después de aquello, falleció.
                                                                             



En las largas conversaciones tenidas con D. Arturo, pues ese era su nombre, me aseguraba que en alguna cuenta de España o en el extranjero tenía que haber mucho dinero, pues era imposible pensar otra cosa a pesar de que llevaba un gran tren de vida y realizaba generosas dádivas, por lo que de común acuerdo encargué a una empresa especializada en estos menesteres, una profunda investigación. ¿Donde habría guardado el dinero Rafael?

(Continuará)

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