martes, 26 de enero de 2016

Vivo, luego existo

Se despertó muy temprano, casi de madrugada, y sin otro motivo que escucharse a sí mismo, se sintió triste, muy triste. Se levantó con sigilo para no despertar a su mujer que dormía profundamente, y se dirigió a la cocina a prepararse un café.
Descorrió las cortinas del ventanal de su despacho, y con la humeante taza asida por ambas manos, contempló la enorme tormenta y el diluvio que caía con ira sobre sus amadas hortensias del jardín. Maldito invierno. ¿A quién le podía gustar la tristeza de esta lúgubre estación?
                                                                


No sabía por qué, pero la novela que estaba leyendo antes de dormirse, “La chica del tren” de Paula Hawkins, le había dejado un poso amargo y no entendía por qué, pues como gran consumidor de lecturas que era, cosas más impactantes habían desfilados por sus cansados ojos de empedernido lector.
Quizás sentía esa misma soledad de la protagonista de la novela, quizás también y a sus años, no tenía claro qué quería, quizás todo se reducía a que pensaba demasiado en la muerte y en la corta o larga distancia que le quedaban a sus días.
                                                                    


La jubilación le había llegado pletórico de facultades, pero notaba en su entorno signos inequívocos de que empezaba a ser otra persona o al menos así lo veían, y no por enfermedades ni por aburrimientos, pues tenía perfectamente planificada su vida con sus entretenimientos favoritos, pero había algo que lo dejaba descolocado.
Antes, sus hijos acudían a él  habidos de consejo ante cualquier contrariedad de todo tipo, pero ahora, ahora, eran ellos los que daban a entender que tú no sabías nada, que te habías quedado parado en el tiempo, que ellos ahora eran los “maestros”, y eras tú el que debías hacer lo que ellos opinaran que debías hacer.
                                                                 


Sintió algo de frío y se dirigió a la chimenea del salón por ver si aún quedaba algo de calor de la noche, y sí, despedía un pequeño rescoldo de llamas casi apagadas. Recordó como lo último que hizo antes de ir a su dormitorio, fue echar un gran leño que casi ni cabía, y ahora sólo quedaban cenizas; igual le pasaba a él, sólo era restos de lo que fue. ¿Cuándo le quedaría  para apagarse del todo?
                                                                      


Encendió el ordenador con la intención de leer las noticias que traerían el nuevo día, y sin saber muy bien por qué, puso un CD con el “Adagio de Albinoni”, pues le encantaba esta música que lo trasportaba a una atmósfera decadente o que siempre identificaba con los oboes, quedándose pensativo al empaparse de tan tristes acordes.
                                                                       


Definitivamente no apuntaba bien la mañana, pues se puso a llorar sin razones ni porqués, de forma mansa pero intensamente. Ya  pasó,  se animó a sí mismo, diciéndose que tenía mucha vida, muchas ganas, y sobre todo que quería, que tenía que aprovechar cada segundo de los buenos momentos, que tenía que beberse el presente sin pensar en nada más, y que la señora Muerte lo encontrase feliz y sonriendo.
Se dio una ducha después de afeitarse, se vistió, y salió a la calle a empaparse de olor a lluvia y de día, de aquel bendito día que nuevamente celebraban sus ojos.
Vivir es esto, sólo esto. Vivir son las pequeñas cosas y los buenos momentos, y lo que venga ya vendrá, y mientras más tarde, mejor.

¡Vivo, luego existo!

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