lunes, 19 de diciembre de 2016

Espumas traidoras

A raíz de haber visto en una antigua película como una impresionante señora se daba un relajante baño, me empezó a rondar por la cabeza el capricho de sentir en mis propias carnes dicha experiencia, no por antigua menos glamurosa y esperpéntica, pero así somos los envidiosos especímenes humanos.
                                                                 


Aprovechando que me había quedado solo en casa, (no quería testigos de mi experiencia) me dispuse a prepararme para el capricho de la espuma. Coloqué en el cuarto de baño velitas por doquier, me puse una copa de Albariño del 2011, me despojé de vestiduras callejeras para cambiarlas por mi magnífico albornoz de algodón egipcio que apenas había usado en años, y empecé a llenar el baño de agua a temperatura alta depositando dos quilos de sales relajantes compradas para el caso.
                                                                     


Al pasar por el espejo, se me antojó mirarme en mis desnudeces, por lo que visto lo visto, exclamé: “qué pena de cuerpo”.
Apenas puse un pié en el agua, me percaté de varias cosas a la vez: que el agua estaba hirviendo, que me faltaba música, que tenía que encender las velas y que mi copa estaba vacía, por lo que ya mojado en ambos tobillos, volví atrás para remediar los detalles omitidos.
                                                                  


El primer resbalón, sin consecuencias físicas, vino en la cocina, rompiéndose la delicada copa de fino cristal chino, aunque recogí los cristales, fregoneé el suelo, y repuse el recipiente volviendo a escanciarlo.
Por fin a la tenue claridad de las velas y con la preciosa música del Scheherazade de Rimsky Korsakov y mi copa en la mano, me sumergí hasta el cuello en aquel espumerío.
                                                                  


Todo salió perfecto para mis adormilados sentidos, que sólo reaccionaron cuando el agua se había enfriado, por lo que empecé a renacer de aquella espuma dando tiritones y a oscuras, pues las tenues lucecillas se habían ido apagando sucesivamente.
Mi siguiente traspié vino al intentar a ciegas y descalzo dar con los interruptores de la luz, y aquí sí que dolió, pues mi rodilla aterrizó  contra  la base del lavabo y mi frente con el toallero, y con el reproductor MP3 y los cascos perdidos entre las paradisiacas brumas del espumoso baño, por lo que en un arranque de hombre ordenado, empecé por volver a vestirme de “estar en casa” y poner todo en su sitio como si aquí no hubiese ocurrido nada.
                                                                    


Con ya todo en su lugar, noté que me dolía la cabeza del penúltimo porrazo, y al mirarme al espejo vi una protuberancia entre roja y morada en el nacimiento del ralo cabello, y al sacar las bandejas de hielo para aplicarlo en mi chichón, el cajón del congelador rodó por el suelo, no sin antes aplastarme el dedo gordo del pié izquierdo.
                                                                    


Estaba magullado pero contento ya sentado en mi sillón de orejas, cuando oportunamente se fue la luz…y dormí casi una hora antes de que empezara a llegar el personal y a sonar el teléfono ininterrumpidamente.

¡De nuevo la vida! ¿Perdona? ¿Esto era vida?

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