miércoles, 10 de octubre de 2012

Una historia verdadera


(Dedicada a Mª del Carmen Carmona y a Carlos, su marido)

Como cada lunes desde hacía algún tiempo, me encontraba a las puertas de la Casa Cuna, institución que disponía de un consultorio gratuito materno-infantil y de un centro de acogida para niños que por diferentes motivos estaban allí, y  que dependían para casi todo de esta noble casa.
Con el coche cargado hasta los topes de productos dietéticos, libritos con concejos a las madres, y mucha propaganda que le era de gran utilidad a esta institución sin ánimo de lucro, me dispuse a descargarlo todo en el almacén del consultorio.

                                                            
Ya había casi terminado, cuando me di cuenta de que una pequeña, negra como el carbón y de unos cinco años, no me quitaba la vista de encima.
Ya había terminado, y después de hablar con los pediatras y las monjas del consultorio, la niña seguía allí mirándome. Me acerqué y le pregunté:
-¿Cómo te llamas?
-Susi, me contestó.
-¿Quieres que vayamos al puesto a comprar chuches?
-Bueno, me dijo dándome la mano.
Se lo dije a la monja, y me autorizó a ir con ella hasta un puestecillo ambulante que había a las puertas de los jardines de la Casa Cuna.
La realidad es que estaba muy cortado con aquello, pero ya en el puesto le compré de todo lo que quiso.
Íbamos ya de vuelta cuando le pregunté:
-Te divertirás mucho jugando con tantos niños, ¿No?
-Mi madre viene muy poco a verme y no me quiere, me soltó.
-Eso no puede ser. Lo que pasa es que tu madre estará trabajando mucho y por eso a lo mejor no puede venir a verte todo lo que quisiera.
Ya estábamos llegando y le dije:
-Bueno, yo también me tengo que ir a trabajar ¿Nos veremos otro día?, le dije dándole un pellizquito en la barbilla.
-Yo vivo aquí.

                                                            
Salí de allí con el cuerpo malo, angustiado por imaginarme la vida de la pequeña en aquel cuartel. La próxima semana me informaría más a fondo, aunque no sabría decir qué me impulsaba a esto. Ya sabía que los niños que por muchos motivos eran abandonados allí por sus padres, se daban en adopción. Pero yo no tenía ninguna intención de… ¿O sí?
Pasaron varias semanas y cada vez que iba al consultorio, la niña, Susi, me esperaba en la puerta. Yo le compraba siempre chucherías, hablábamos de sus juegos y también me dijo que estaba aprendiendo a leer para “trabajar de monja”. Un día me dijo al despedirme de ella:
-Me quiero ir contigo.
Salí corriendo con las lágrimas rodándome por la cara. Estaba totalmente confuso y lloraba de la pena que sentía por mí mismo, por cobarde. Yo no quería profundizar en aquello, pues no estaba seguro de querer implicarme completamente en todo lo que significaba.
Un día se lo conté todo a mi mujer. Nosotros ya teníamos una niña, pero ella me dijo:
-Piénsalo bien, porque si la niña entra en esta casa, ya no sale.
Estaba obsesionado con aquello, me superaba. Le pedí cita al director de la Casa Cuna, Dr. D. Antonio González Meneses, y quedamos en vernos en su casa después de la consulta.
De entrada, me dijo que ya sabía a lo que iba, pues aparte de que él me había observado en el consultorio con la niña, también se lo habían contado las monjas.

                                                                
Me dijo que el padre de la niña era un yonqui y que su madre se prostituía para poder pagarse, él la droga y ella el coñac, pues era alcohólica en un estado casi terminal. Cada vez que habían intentado dar la niña en adopción, no se había podido, pues poco más que querían vender a su hija para tener una fuente de dinero que les pagara sus vicios. Me aconsejó que me olvidara del tema, pero ante mi insistencia me dio una dirección donde podía ver a la pareja y hablar con ellos, si es que no estaban "puestos". Tenía que tener cuidado, pues él era muy violento bajo el síndrome de abstinencia.
Vivían, si aquello se podía llamar así, en un cuartucho de una destartalada casa semirruinosa junto a la Alameda de Hércules.
Allí me dirigí al día siguiente, pero   no había nadie, aunque un vecino me dijo tras pedirme una propina, que paraban en un bar dos casas más allá.
Cuando entré en aquel tugurio, no tuve que preguntar, pues sólo ellos estaban, espatarrados en una mesa con una botella por delante. Se me había pasado el miedo y los nervios. Estaba totalmente sosegado, y así me dirigí a ellos y con total tranquilidad me presenté y les dije cual era el motivo de mi visita.
Ella no dijo nada, pues casi estaba dormida de la borrachera que tenía encima, pero él se me encaró de muy malas formas, preguntándome cuánto dinero les daría.
Le expliqué mi intención y la de mi mujer de adoptar legalmente a Susi, de cuidarla y quererla como a una hija, y que el dinero que hubiera que dar lo daría a través del director del centro.
Se echó a reír con los ojos inyectados en sangre, y jugando con una navaja automática me escupió con grandes gritos que si quería adoptar a la niña, quería quince mil pesetas mensuales, y que cuando se acabara el dinero se llevaban a la chica, “Papeles y firmas ninguna, pringao”, me dijo.
Perdí totalmente el control, me acerqué a donde estaba diciéndole los peores insultos que se le pueden decir a un hombre que se precie de tal,  me amenazó con la navaja y sin pensar a lo que me exponía,  le estrellé una silla en la cabeza antes de salir corriendo de allí como un loco.
Cuando paré asfixiado, ni sabía el tiempo que llevaba corriendo ni donde estaba. Apoyado en una farola, recuperé el sentido de las cosas, me senté en una cafetería frente a la basílica de la Macarena, y me bebí dos whiskies que me llevaron a las lágrimas.
Hace muchos años de aquello, pero nunca lo olvido ni lo olvidaré. Me imagino la vida de alegría y felicidad que esa niña hubiera llevado en mi casa, junto a la gran familia  de titos, primos y abuelos que formamos, y con la misma calidad de vida que hemos dado a nuestros hijos. Ahora  tendría o tendrá la misma edad de mi hija. 

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