martes, 26 de febrero de 2013

Una historia verídica


Estaba trabajando en Jerez de la Frontera y había quedado con mi amigo Fernando, que se ocupaba de la misma zona acompañando a “Kaito” su delegado en Cádiz, en que pararía en el Hotel Jerez para coincidir con él, y efectivamente nos vimos a última hora de la tarde.
Decir que el tal “Kaito de pata negra”, como le pusimos nosotros pues estaba gordo como un cerdo, tenía la curiosa costumbre de que le entraban ganas de hacer sus necesidades en los sitios más insospechados.

                                                     
Había frente al hotel un pub inglés, al que dirigimos nuestros pasos para tomarnos una copa y charlar de nuestras cosas. Ya en la barra con las copas servidas, nuestro amigo “Kaito” tuvo uno de esas necesidades imperiosas a las que era proclive.
Decir que la puerta del pub y la puerta del servicio de caballeros estaban en línea, interferida en aquel momento por una mesa ocupada por cinco señoritas típicamente jerezanas.
Llevaba nuestro amigo unos minutos dentro, cuando a mi amigo Fernando se le ocurrió llamar a su compañero tirándole de la puerta del retrete que cedió al impulso, dejando ver al “Kaito” totalmente en pelotas, subido en el wáter y gritando para que le cerráramos la puerta, la cual no solo no hicimos, sino que Fernando abrió también la que comunicaba con el mostrador, la mesa de las niñas y la salida, con lo que se armó un gran revuelo ante semejante visión.
Nuestro amigo intentó bajarse y cerrar la puerta, pero como estaba muy gordo y torpe se resbaló en el momento en que su esfínter se ponía en movimiento, y no podréis imaginar lo que allí pasó.

                                                       
El camarero cerró la puerta, el “Kaito” se vistió como pudo pidiendo a continuación fregona y cubo para arreglar el desaguisado y nosotros aprovechamos la coyuntura, entre el escándalo de las mujeres y nuestras carcajadas, para pagar la cuenta y casi salir corriendo.
Cuando aquel pobre llegó al hotel con la corbata, la camisa, los pantalones y la chaqueta sucia a más no poder, bramando “jaculatorias” por esa boca ante nuestro cachondeo, no sabíamos dónde escondernos, pues la broma había sido de las malas.

                                                   
Menos mal que tenía, como todos los gordos muy buen carácter y después que el pobre se duchó, nos fuimos por ahí a seguir tomando copas como si nada hubiera pasado. Eso sí. Tuvimos que jurarle que no lo contaríamos, aunque os podéis imaginar que no cumplimos nuestra promesa.
¡Cómo me acuerdo de mi buen amigo Fernando, que en paz descanse, y de sus bromas! Lo hecho tanto de menos.

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