Estaba de compra en una gran
superficie cercana a casa, y estando en
la cola de la caja para pagar, se puso detrás de mí una estupendísima señora,
que a la vez de arrastrar un pequeño carro de compras, empujaba una silla de
ruedas con un hombre de aproximadamente mi edad con unas gafas negras, y al
quedarme mirándolo me sorprendió que me llamara por mi nombre.
“Ya no te acuerdas de los
compañeros ¿No? ¿Tan estropeado estoy?”, me dijo.
Yo lo miré un poco cortado,
respondiéndole que no sabía quién era, y me dijo:
“Mi nombre es Aurelio Zapata
y no sé si te acordarás que estuvimos juntos varios cursos en el Colegio que
tenían los Hermanos Maristas en la calle Jesús del Gran Poder. Seguro que si te
digo que me llamabais el “culo gafas”, quizás te acuerdes”.
Y entonces me acordé de
aquel niño con gafas y gordísimos cristales, que vivía en los altos de unos
grandes almacenes de la plaza del Duque, casi frente al número uno de la calle
Alfonso XII, donde mi padre tenía la confitería “La Violeta”.
Fui a darle un abrazo y me
sorprendió levantándose: “Esto lo puedo hacer”, me dijo. Me presentó a su mujer
que era bastante más joven que él, se sentó nuevamente, y salimos de allí
charlando de aquel tiempo tan lejano, para a continuación irnos los tres a
tomarnos un café a la cafetería de aquel centro, y ya sentados y acomodaos, me
contó lo que yo veía como una triste historia, pero que él la contaba
intercalando risas y bromas, cogido de la mano de su mujer, y sin darle
importancia a todo lo que tenía encima.
Me contó que por el tiempo
en que íbamos juntos a clase, con apenas unos siete años, le diagnosticaron una
retinosis pigmentaria, explicándome que era una enfermedad genética, y que fue
perdiendo la vista progresivamente, hasta que llegó prácticamente a ver solo
bultos.
A trancas y barrancas, había
logrado doctorarse en derecho, y debido a su minusvalía, entró a trabajar en la
ONCE donde pasó por varios puestos, hasta hacía poco que lo habían nombrado
Director en la Comunidad Andaluza.
Y yo le pregunté: “¿Qué te
pasó en las piernas?”
“Bueno eso es otra historia
que te cuento si tienes tiempo”, a lo que yo asentí.
Resulta que estando en
Madrid haciendo un curso de la organización, iba con un perro guía que llevaba
por seguridad al caminar sin apenas ver, y al cruzar la Castellana por los
Nuevos Ministerios, no aclararon si fue intencionado o no, unos chavales le
empujaron en un paso de peatones donde esperaba para cruzar, y gracias a que el
perro tiró de la correa y se interpuso entre el coche y él, no fue mayor el
porrazo. El perro murió en el atropello, y él quedó parapléjico al golpearse en
la caída contra el bordillo de la acera.
“Lo que me quedaba”, dijo
entre risas mirando a su mujer, “pero gracias a ese accidente, en el año que
estuve hospitalizado, conocí a Elisa que es mi autentica vida, y ¿Sabes?, vamos
a ser padres, aunque yo parezca un anciano Robokod”.
Yo no salía de mi asombro,
pero Aurelio seguía hablando como si tal cosa.
“Bueno y a todo esto, casi
me arreglaron la retina, implantándome una prótesis Argus II en Estados Unidos,
y la semana que viene me ponen definitivamente unas piernas nuevas, que eso sí
que me va a convertir en un auténtico robot”.
Todo lo que me contó lo
intercalaba con chistes de ciegos y tullidos, ante la risa contagiosa de su
acompañante, por lo que pasamos un rato muy agradable, y nos despedimos dándonos
nuestros teléfonos para ponernos en contacto e irnos a cenar cuando le pusieran
las envolturas robóticas de las piernas.
Ya en el coche, iba pensando
en las miserias que nos afligen, tonterías al fin y al cabo, comparadas con lo
que acababa de oír.
¡Qué ejemplo de entereza y
de positivismo!
Que las desgracias no nos
roben la alegría.
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