martes, 8 de marzo de 2011

La mala vida

Estábamos cuatro personas en el entierro del “Copita”. Su hermana lo encontró muerto en el piso en el que malvivía cuando ya llevaba una semana sin que nadie lo echara de menos. Estaba sentado en una silla, con una botella de coñac a medias entre las manos, y aunque le hicieron la autopsia, los que le conocimos sabíamos que el alcohol lo mató.

Entraba en el bar de la Plaza Mayor a las nueve de la mañana. Totalmente temblón pedía una copita de coñac, se sentaba frente a la televisión y encendía un cigarro tras otro al ritmo de las continuas libaciones.

Desaparecía al medio día y reaparecía sobre las cuatro de la tarde en el bar, donde seguía bebiendo hasta la noche, en que marchaba dando tumbos hasta su casa y en donde continuaba privando con lo que hubiera.

Se había peleado con toda su familia. Divorciado de su mujer hacía muchos años, no veía a sus hijos desde tiempo inmemorial. Ellos tampoco querían saber nada de un padre al que habían tratado muy poco, casi de visita.

No quería ningún testigo que le afeara sus borracheras diarias ni su alcoholismo reconocido. Solo su hermana le arreglaba el piso de vez en cuando y le llevaba comida que él casi ni probaba.

No hablaba con nadie. Solo pedía tabaco a todo el mundo, pues su economía dependía de una paga asistencial de 450 €. que se le iban en coñac y tabaco.


                                                                                  
Yo lo conocía de un tiempo en que hacía pequeñas reparaciones caseras de todo tipo. Un día casi borracho me explicó cosas de su vida.

En su juventud trabajó en varias salas de fiestas del Paralelo barcelonés, donde se encargaba de la luz y del sonido para los espectáculos de estriptis. También traficaba con cualquier cosa que le trajera cuenta, incluida las drogas.

Luego, ya casado, se embarcó de cocinero en un barco congelador. En este tiempo nacieron sus dos hijos, a pesar de que sus relaciones matrimoniales ya eran malas.

Su matrimonio se acabó cuando se enteró que ella tenía un amante, chulo de putas, que le sacaba todo el dinero que él le mandaba para mantenerse ella y sus hijos, a los que tenía supeditados a la caridad de los vecinos.

Me decía que la inconsciencia que le producía la borrachera lo trasladaba a otro mundo paralelo, donde su vida era otra totalmente diferente. Soñaba, en su delirio, que era rico y respetado por todos, sus hijos estaban en la universidad y su mujer, una gran señora, se ocupaba de la bolsa de caridad en su parroquia.

Esa doble vida le hacía desear el estado etílico, pues era completamente feliz viviendo esa existencia que no era la suya ni nunca lo sería.

Pienso que moriría soñando que montado en su caballo de pura raza recorría sus campos, aclamado por sus trabajadores que lo tenían como a un padre por su esplendidez y su bondad hacia ellos.

Quizás había pasado, sin darse cuenta, al tal vez otro mundo de amor y de felicidad donde ya no tendría que emborracharse para sentirse satisfecho y feliz como hasta ese momento, aquí, se le había negado.

Nunca mejor dicho que el amigo “Copita”, “pasó a mejor vida”.



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