Era invierno, el único
tiempo en que la inquieta y desapacible Sevilla aplacaba su ardiente
entusiasmo.
En plena noche, una luz tenue,
apacible, se filtraba a través de un techo de nubes blancas, tras la cual se adivinaba
la majestad circular de la luna.
Desvanecidos los aromas
familiares, sólo ascendía el frío y agobiante céfiro del río cercano. En el silencio,
la ciudad parecía diferente, azulada y
como muerta, en el fondo del valle que definía al Guadalquivir. Las rocas se
aborregaban en las laderas, más allá de las murallas, en alegres copas de los
limoneros mustios de la pena culpable de
perder sus frutos.
En el lado opuesto, se adivinaban
las vides salvajes y algunos almendros vestidos tempranamente de claras flores,
visibles aún en la penumbra.
Te hallabas sentado en la
terraza del solitario minarete, esforzándote en desterrar de tu corazón tantos
y tantos recuerdos, mientras te sumías en la contemplación de los tejados y
azoteas, las solemnes fachadas de las iglesias, las callejuelas desiertas, la
quietud de los cercanos campos, la inmovilidad, al fin, de los árboles y el
río.
En raras ocasiones reinaba
una calma así en esta Híspalis de
desmesuras y desafíos. Porque podía decirse que aquel era el lugar del ruido y
del desasosiego. ¡Cuánta gente! Quien pudiera entretenerse y contarla. Decían
que había más de medio millón de personas dentro de sus murallas. Una humanidad
venida de todas partes, que vendía y compraba una y diez veces, sin señas ni
memoria, arrastrada, malqueriente, astuta y azarosa, como suele ser la gente de
ninguna parte. Una muchedumbre que ahora dormía, tal vez para olvidar los
excesos de las noches de estío, o por puro agotamiento.
El cielo se abrió
repentinamente sobre la blandura que coronaba las agujas eclesiales al norte, y
la luna llena apareció brillantísima en el firmamento rodeada por un blanco
anillo de nubes. La brisa fue entonces helada, y se estremeció en su ensueño de
la noche sevillana.
Habías renunciado al sueño
para encontrarse con la extraordinaria clarividencia que solía regalarle
Selene. Necesitabas meditar para ahuyentar la nostalgia, o tal vez se tratara
de todo lo contrario y, en el fondo, buscabas en regodearse en esa pena, ese
vacío que se apoderaba de ti en este momento de abandonar el lugar preciso y
precioso donde habías querido, donde habías descubierto que el amor se escribe
con mayúsculas, en donde de tu duro corazón de rechazos y reencuentros, había renacido
la innata pasión por esa persona que creías desaparecida y pretenciosa.
Ya no había vuelta atrás,
solo el destierro de las cosas que aunque no te afectaran, te responsabilizaban
de aquello cometido por tus ancestros.
Adiós amor, sólo me queda lo
nuestro.
En los escalones del Archivo
de Indias (Sevilla), a 8 de Abril del 2013
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