Como por descuido, sin
pensar, con menosprecio al ambiente canalla que dominaba tu presencia, entré en
aquel bar donde lo único que destacaba era el cerúleo brillo de tu cuello
imperfecto, por culpa de aquel infame paño que enrollabas, como casualmente, para
no dejar al aire ese lunar primorosamente esculpido en la sombra de la blancura
manifiestamente desafiante.
Yo no sabía lo que hacía, de
tan atento como estaba a ese cuello de cisne malherido y doliente, por aquellos
movimientos inapropiados a los que sometías tu cabeza enmalezada de esos rizos
convulsos y tan bien puestos por cualquier peluquero de barrio popular y
anodino, pero que con la gracia con que combatías los bucles rabiosamente
rebeldes, resultaba de todos modos poco estudiada por espontanea.
Yo, estúpido de mí que iba
con alguna copa de más, volví a la realidad enjuta y exuberantemente sexi de
ese arco blanquecino, terso y de una perfecta y delicada curva ascendente, del
que me enamoré al instante anterior de haberlo sentido, ya que respondieron en
mis vellos de punta que no era capaz de controlar.
Cómo decir que no recuerdo
tu cara, ni las palabras, las pocas palabras que pudimos cruzar en aquella tolvanera
de ruido infernal al que llamar música, cuando la verdadera melodía era la de
tu desnudo hombro ascendiendo a la perfecta curvatura de la que no era capaz de
apartar la atrevida y lujuriosa mirada con que respondía al desafío de las
formas.
No sé como salimos de allí
sin enturbiar el encanto, la magia o ensoñación de lo que veía o creía
vislumbrar en las sombras de tus hombros,
o cómo sin merecerlo acabaste compartiendo lecho con tan atrevido admirador, que
sin atreverse a tocarte a pesar de tus deseos, solo miraba, besaba y revesaba tu
perfecta curvatura, la blancura perfección de aquel perfecto hombro que jamás
se borrará de mis recuerdos.
Y nos amamos, vaya si no
amamos, sin prisas, sin atrevimientos extraños o no deseados a esas dos
personas entregadas y rabiosamente pasionales, en que nos convertimos durante el
tiempo que tardó en vencernos el cansado sueño al que ya no éramos capaces de
oponer resistencia.
No me dejaste nada de ti,
sólo el recuerdo de tu torso perfectamente escultural, blanquecino y cubierto
de besos, de aquellos mis besos con que quería darte las gracias de haberme
enamorado de una parte de ti, ya que no recuerdo tu cara, sólo recuerdo mis
besos y tu cuello, tu cuello de cisne sin lago, sólo sin ballet, en quieta escultura de perfección y
deseo.
Tu cuello.
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