Era, a su manera, feliz
aunque vivía solo. Su mujer veinte años más joven que él, se fue con un hombre
de su misma edad que la enamoró y que no tenía los achaques de los años de su
exmarido. Nunca, después que se marchó, supo más de ella; ¡sería feliz en su
nuevo estado!, y por eso no guardaba rencor ninguno, pero aunque nunca lo dijera
la echaba de menos, ya que cuando la soledad no es elegida cuesta mucho
sobreponerse.
Vivía en una pequeña
hacienda a pocos kilómetros de Huelva. Se entretenía cultivando, hasta que
pudo, un pequeño huerto que le daba unas magníficas hortalizas, y un pequeño “harén”
de gallinas que le obsequiaban con magnífica carne y sabrosos huevos.
Llevaba años viviendo solo,
pues aunque sus hijos siempre quisieron que se fuera a vivir con ellos, el era
muy celoso de su independencia, y además no quería ser un estorbo.
Cuando ya se sintió un poco
disminuido en sus fuerzas, contrató a una panameña que le hacía la colada, le
adecentaba las principales habitaciones y a ratos le daba compañía; eso sí.
Siempre la invitaba a un buen ron de caña cubano, que era su bebida favorita.
En eso estaba uno de esos
días, cuando un poco achispado le dijo a su amiga: “Me encantaría verte los
pechos”, y ella sin dudarlo un segundo se los mostró en todo el esplendor de sus
veinte años.
A partir de ese día, todo
cambió, pues él fue avanzando en la conquista de la mucama, a la que ella se
prestaba solícita ante los caprichos sexuales de su jefe, llegando un día en
que olvidadas las labores que se le habían encomendado, solo iba a meterse en
la cama del viejo que había rejuvenecido treinta años, gracias a su saber hacer en todas las delicias que a él se le ocurrían.
Pero llegó un día que ella
le pidió más dinero y él se lo dio. Otro momento en que le tomó la cartilla del
banco y le hizo un pequeño descalabro, que aunque de momento le contrarió, le
quitó importancia, pues sólo veía sexo y desfogue.
Un día que la esperaba con impaciencia,
ella se presentó con un chaval mal encarado que dijo era su novio, pidiéndole
todo lo que tenía de ahorros bajo la amenaza de contarlo todo a sus hijos y conocidos
acusándolo de violación, en lo que ella estaba de acuerdo.
Cogió una vieja escopeta de
caza que tenía colgada en la pared, y los echó sin contemplaciones, para a renglón
seguido, llamar al puesto de la Guardia Civil y poner en antecedentes al capitán
del mismo, que le conocía de toda la vida.
Por suerte para mi amigo,
cuando las fuerzas de seguridad fueron a buscar a la pareja de chantajistas,
estos habían desaparecido, comprobando “in situ”, que los nombres y
documentación de que disponían eran falsos.
A pesar de todo lo ocurrido,
mi amigo Gustavo se ha recuperado, aunque ahora tiene una mujer del pueblo con
cierta edad y poco apetecible sexualmente, pero más eficaz y más cumplidora en
limpieza y atención, pero él ha encontrado la forma de desfogarse sin tanto
compromiso.
Acaba de cumplir setenta y
cinco años y parece un chaval.
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