viernes, 21 de febrero de 2014

El Tío

Era una parte más del paisaje para cualquiera que entrara al pueblo por la Ermita. Siempre en el mismo banco, con su “Farias” en la comisura de los labios, y esa mirada perdida quien sabe dónde, pues era de pocas palabras y de contados amigos que le respetaban su soledad elegida.
Todos lo conocían por el Tío.
Con muchísimos años, soltero aunque bastante corrido en juergas y amoríos, y hasta hacía poco tiempo único habitante de un caserón que había heredado de sus padres, estando asistido por una vecina y antigua novia que lo cuidaba en lo esencial, aunque las cosas y sobre todo la vida, le habían cambiado hacía algún tiempo.
                                                                           


Su única familia su sobrina Maite, veterinaria que vivía en la ciudad, pero que al quedarse su marido sin trabajo habían decidido volver al terruño.
Un poco antes, el Tío le mandó razón de que quería hablar con ella.
El planteamiento era claro; podían irse a vivir al caserón con sus cuatro hijos, ya que había sitio de sobra.
Pero no se conformó con esto el anciano tío, sino que  puso la casa a nombre de la sobrina, y además le montó con las cuatro perras que tenía, un negocio de ferretería al marido de esta, con lo que les solucionó la vida, pues ella también pudo abrir una consulta en la misma casa del Tío
                                                                                       


Todo marchaba relativamente bien, hasta que el pobre hombre debido a su avanzada edad, manchaba todo cuando comía, se le escapaban los gases por arriba y por debajo, y el humo de sus cigarros molestaba a todos, por lo que decidieron que comiera a otras horas que los demás.
El detonante fue, que uno de los niños, Martín, como gracia le había metido la cabeza en el plato de sopa, para regocijo del resto de la prole y vergüenza del pobre hombre.
Esto fue el principio, pero luego con el pretexto de que así el estaba más tranquilo, le habilitaron una habitación en el corral que había servido de todo, donde le pusieron una cama y poco más para cubrir sus necesidades básicas de limpieza; Incluso allí le llevaban la comida para que no importunara la buena marcha del resto de la familia.
El se aguantaba con todo, aunque veía como poco a poco iba perdiendo calidad de vida, ya que parecía que vivía de la caridad familiar.
Un día al volver de uno de sus paseos escuchó, sin que nadie se diera cuenta, hablar al matrimonio de llevarlo a una Residencia de Ancianos que la parroquia había habilitado para personas terminales y sin recursos, ya que el cura era pariente lejano del marido de la sobrina y no habría problemas en conseguirle plaza.
                                                                                


Llorando quedamente entró en su covacha y se metió en la cama, que fue donde lo encontraron muerto al día siguiente.
El médico diagnosticó fallo cardiaco, pero observó extrañado como las lágrimas de sus ojos no paraban de manar a pesar del “rigor mortis”.
Durante todo el velatorio en la casa, la sobrina no paraba de levantarse para secar las lágrimas al cadáver ante la extrañeza de propios y extraños.
La verdad la dijo bien alto y claro uno de sus pocos amigos:
“Tío ha muerto de desamor y de pena”.


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