Mowu,
o Mo como a él le gustaba que le llamaran, vivía en lo más
profundo del Sáhara africano, si vivir puede coincidir con un
poblacho de una docena de chabolas de adobe y pajas, sin agua ni
ningún tipo de vegetación, solo algunos decrépitos animales que
por no tener ni tenían carnes.
Un
día, como tantos otros de desgracias y desesperación, se reunieron
en casa del más anciano de la familia, para ver que hacían antes de
morir de hambre y de desesperanza.
Decidieron
entramparse y vender lo poco de sus ralas y deterioradas
pertenencias, para que él emigrara al sueño dorado que les parecía
Europa, y así pudiera sacarlos de la muerte segura a la que sin duda
estaban abocados en muy poco tiempo.
Con
esa esperanza partió hacia Marruecos, punto cercano a la utopía,
para dar el salto a lo que entendía sería la salvación de su
familia y una nueva vida para la que no estaba preparado.
No
voy a contar todo lo que le sucedió a tan intrépido muchacho en los
dos meses largos que pasaron hasta llegar al monte Gurugú, lo más
cercano a la frontera entre Marruecos y España; sólo decir que
llegó con lo puesto, con mucha hambre y sin el poco dinero del que
iba provisto, pues la mafias y la necesidad habían acabado con lo
escaso de sus recursos.
Era
la tercera vez que lo intentaba, pero tenía por fuerza que ser la
definitiva. La valla de alambres y cuchillas de esa inhóspita
frontera del hambre, tenían que ser vencida por las ganas de sacar a
su familia de la muerte segura por inanición a la que
irremisiblemente estaban condenados si él fracasaba, por lo que no
podía defraudar a tanta gente que había confiado en él. La ocasión
se presentó en una lluviosa noche del mes de enero, y aunque con las
manos sangrando, consiguió pasar con otros desesperados a la ciudad
de Melilla, último reducto entre la desesperanza y la tan deseada
Europa.
Todos
salieron corriendo perseguidos por la Guardia Civil, pero él creyó
que era más fácil pasar desapercibido en solitario y empezó a
callejear sin saber ni por donde ni adonde se dirigiría.
Agotado,
se metió en un oscuro aunque enorme portal, a descansar y pensar qué
haría.
Llevaba
algún tiempo llorando y medio dormitando, cuando se percató de que
unos enormes ojos negros de pocos años lo miraban sin pestañear.
-Hola,
¿Qué haces aquí? ¿Cómo te llamas?
No
le dio tiempo a decir nada y tampoco lo entendía. Se sabía cuatro
frases sueltas en inglés y menos de español, pues una voz desde
dentro de aquella casa decía: “Ana ¿Con quién hablas? ¿Dónde
estás?”
Al
momento apareció en la puerta encendiendo la luz un hombre de
mediana edad y bien trajeado, que al ver la escena dijo sin esperar
respuestas, porque las sospechaba:
-Pero
bueno, estás herido ¿De dónde sales?
-Ana
ve a buscar a mamá, dijo mientras ayudaba a levantarse a Mo.
Al
momento apareció una menuda pero preciosa mujer, que lo ayudó junto
con el que resultó su marido, a echarlo en una cama donde se quedó
sin saberlo profundamente dormido o desmayado.
Al
despertar en la semioscuridad y sin saber cuanto había dormido, vio
que le habían curado y vendado las manos, lo habían lavado y tenía
puesta unas ropas que no se parecía en nada a los andrajos que
traía.
Al
momento escuchó una voz que le decía:
-Ahora
mismo te traigo algo de comer, aunque no creo que tengas costumbre de
hacer eso según el aspecto que tienes.
Creía
que Alá lo había llevado con él, ya que nunca recordaba esa
tranquilidad y atención para su persona.
Tardó
en recuperarse algunos días, donde entre sus pocas palabras y la
buena voluntad de esta familia se hizo entender mínimamente, aunque
estaba obsesionado con el ¿Y ahora qué?
Resultó
que había ido a parar a casa de un reputado abogado de Melilla, D.
Andrés Vázquez Contreras, hombre que como bien decía D. Antonio
Machado, “Era en el buen sentido de la palabra bueno”.
Sería
muy largo de explicar todo lo que esta “buena gente” hizo por Mo,
sólo decir que le consiguió papeles y trabajo, y que por fin pudo
enviar dinero a su familia perdida en el más inhóspito de los
desiertos.
Hoy
Mo es un escritor de cierta fama, que escribe sobre los desheredados
de la vida que encuentran la mayoría de las veces la muerte por
llegar a la tan denostada y puta Europa de los pudientes, que mira
para otro lado ensimismados en su doliente, frustrada y triste vida
por no tener un teléfono de última generación, o por no poder
comprarse el último modelo de un todo-terreno que tiraran en tres
años para entramparse nuevamente.
Los
hay que sólo luchan por comer.
Un relato muy triste y feliz por su resolución, espero que esta gente que lo único q busca es vivir dignamente, se encuenten siempre con buenos samaritanos, como tuvo la suerte de cruzarse Mo..gracias tito por compartirlo besos ;-)
ResponderEliminarGriselda