martes, 4 de marzo de 2014

Inmigrante

Mowu, o Mo como a él le gustaba que le llamaran, vivía en lo más profundo del Sáhara africano, si vivir puede coincidir con un poblacho de una docena de chabolas de adobe y pajas, sin agua ni ningún tipo de vegetación, solo algunos decrépitos animales que por no tener ni tenían carnes.
Un día, como tantos otros de desgracias y desesperación, se reunieron en casa del más anciano de la familia, para ver que hacían antes de morir de hambre y de desesperanza.
Decidieron entramparse y vender lo poco de sus ralas y deterioradas pertenencias, para que él emigrara al sueño dorado que les parecía Europa, y así pudiera sacarlos de la muerte segura a la que sin duda estaban abocados en muy poco tiempo.
                                                                             

Con esa esperanza partió hacia Marruecos, punto cercano a la utopía, para dar el salto a lo que entendía sería la salvación de su familia y una nueva vida para la que no estaba preparado.
No voy a contar todo lo que le sucedió a tan intrépido muchacho en los dos meses largos que pasaron hasta llegar al monte Gurugú, lo más cercano a la frontera entre Marruecos y España; sólo decir que llegó con lo puesto, con mucha hambre y sin el poco dinero del que iba provisto, pues la mafias y la necesidad habían acabado con lo escaso de sus recursos.
Era la tercera vez que lo intentaba, pero tenía por fuerza que ser la definitiva. La valla de alambres y cuchillas de esa inhóspita frontera del hambre, tenían que ser vencida por las ganas de sacar a su familia de la muerte segura por inanición a la que irremisiblemente estaban condenados si él fracasaba, por lo que no podía defraudar a tanta gente que había confiado en él. La ocasión se presentó en una lluviosa noche del mes de enero, y aunque con las manos sangrando, consiguió pasar con otros desesperados a la ciudad de Melilla, último reducto entre la desesperanza y la tan deseada Europa.
                                                                             

Todos salieron corriendo perseguidos por la Guardia Civil, pero él creyó que era más fácil pasar desapercibido en solitario y empezó a callejear sin saber ni por donde ni adonde se dirigiría.

Agotado, se metió en un oscuro aunque enorme portal, a descansar y pensar qué haría.
Llevaba algún tiempo llorando y medio dormitando, cuando se percató de que unos enormes ojos negros de pocos años lo miraban sin pestañear.
-Hola, ¿Qué haces aquí? ¿Cómo te llamas?
No le dio tiempo a decir nada y tampoco lo entendía. Se sabía cuatro frases sueltas en inglés y menos de español, pues una voz desde dentro de aquella casa decía: “Ana ¿Con quién hablas? ¿Dónde estás?”
Al momento apareció en la puerta encendiendo la luz un hombre de mediana edad y bien trajeado, que al ver la escena dijo sin esperar respuestas, porque las sospechaba:
-Pero bueno, estás herido ¿De dónde sales?
-Ana ve a buscar a mamá, dijo mientras ayudaba a levantarse a Mo.
Al momento apareció una menuda pero preciosa mujer, que lo ayudó junto con el que resultó su marido, a echarlo en una cama donde se quedó sin saberlo profundamente dormido o desmayado.
Al despertar en la semioscuridad y sin saber cuanto había dormido, vio que le habían curado y vendado las manos, lo habían lavado y tenía puesta unas ropas que no se parecía en nada a los andrajos que traía.
                                                                                


Al momento escuchó una voz que le decía:
-Ahora mismo te traigo algo de comer, aunque no creo que tengas costumbre de hacer eso según el aspecto que tienes.
Creía que Alá lo había llevado con él, ya que nunca recordaba esa tranquilidad y atención para su persona.
Tardó en recuperarse algunos días, donde entre sus pocas palabras y la buena voluntad de esta familia se hizo entender mínimamente, aunque estaba obsesionado con el ¿Y ahora qué?
Resultó que había ido a parar a casa de un reputado abogado de Melilla, D. Andrés Vázquez Contreras, hombre que como bien decía D. Antonio Machado, “Era en el buen sentido de la palabra bueno”.
Sería muy largo de explicar todo lo que esta “buena gente” hizo por Mo, sólo decir que le consiguió papeles y trabajo, y que por fin pudo enviar dinero a su familia perdida en el más inhóspito de los desiertos.
Hoy Mo es un escritor de cierta fama, que escribe sobre los desheredados de la vida que encuentran la mayoría de las veces la muerte por llegar a la tan denostada y puta Europa de los pudientes, que mira para otro lado ensimismados en su doliente, frustrada y triste vida por no tener un teléfono de última generación, o por no poder comprarse el último modelo de un todo-terreno que tiraran en tres años para entramparse nuevamente.
Los hay que sólo luchan por comer.


1 comentario:

  1. Un relato muy triste y feliz por su resolución, espero que esta gente que lo único q busca es vivir dignamente, se encuenten siempre con buenos samaritanos, como tuvo la suerte de cruzarse Mo..gracias tito por compartirlo besos ;-)

    Griselda

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