Hacía días que no se hablaba de otra cosa en
este pueblecito del Aljarafe. Los cuchicheos tenían diferentes sesgos según
quien los dijera, ya que iban desde los que denotaban celos, odio, venganza,
traición, etc.., hasta los que incluso veían
motivos sexuales a la sospecha de lo que parecía, pero que nadie daba por
exacto ni por cierto, ya que ningún vecino se atrevía a indagar la verdad de
aquello.
Y es que el motivo de todo este revuelo no era
otro, que lo que María del Rocío, vecina de la Plaza y viuda desde hacía largos
años, había visto un frío amanecer del mes de noviembre, ya que esta mujer
solitaria y aburrida era siempre quien primero se enteraba de todo lo que
sucedía en esta comunidad, por lo que los visillos de las ventanas de su casa
eran mudos testigos de la curiosidad malsana de esta dama.
Pues bien, aún casi ni había amanecido, cuando
esta mujer observó cómo había una furgoneta blanca en el callejón que daba a la
sacristía de la iglesia, y por ella aparecía alguien cubierto con un
chubasquero negro, que empujaba una camilla con lo que parecía un cuerpo
cubierto con una sábana blanca y lo introducía, después de mirar para todos lados
en el interior del vehículo, iniciando luego la marcha a incierto destino.
Era un asunto delicado, pues aunque nadie lo
hablaba públicamente en ninguna tertulia y todos lo comentaban por lo bajo a la gente de su
confianza, todo el mundo sabía que se estaba señalando al párroco como víctima
y al sacristán como homicida de lo que sospechaban.
Era conocido que a D. José, sacerdote que administraba
esta parroquia de Santa María, no se le veía desde hacía algún tiempo, pues eran
otros oficiantes de la cercana ermita los que habían
acudido a cumplir con esta feligresía, y además se daba también el caso de que
el sacristán estaba en paradero desconocido desde que comenzaron los rumores.
Lo que si era verdad, es que últimamente acudía
más gente a las misas, aunque las malas lenguas decían que en realidad era por
enterarse de alguna nueva noticia sobre el caso, y no porque hubiese aumentado
la devoción del pueblo.
La ebullición de los rumores llegaron a tal
punto, que un grupo de ciudadanos cercanos
a la “cosa de la Iglesia” o “meapilas” según los paganos, se decidió a ir a
denunciar a las autoridades competentes la sombra de sospecha que se abatía
sobre el pueblo y que nadie individualmente quería denunciar por no señalarse,
por lo que pidieron una reunión conjunta con el Sr. alcalde, el cabo de la
Policía Municipal y con el teniente de la Guardia Civil.
Pero la realidad se impuso ante tanto despropósito,
y el domingo siguiente a la denuncia ante las fuerzas vivas, apareció nuestro
párroco a decir la misa de las once junto al susodicho sospechoso sacristán,
Paco.
En la expectante homilía de aquella iglesia abarrota como nunca
y con una socarrona sonrisa, D. José saludó a su rebaño “después de esta ausencia
por motivos familiares”, a la vez que anunciaba que “la imagen de Santa
Catalina, vieja de 380 años, había sido llevada a restaurar a un conocido imaginero, siendo
sacada en camilla de la iglesia con premeditación y alevosía el día 20 de noviembre
a las 7,30 de la mañana”.
A partir de estas palabras, nadie miraba a
nadie, ya fuera por corte o remordimientos por dar pábulo a tanta rumorología,
y en cortante silencio fueron saliendo rápidamente y sin entretenimientos ni
corrillos, al término del oficio dominical.
Ya nadie volvió a hablar de aquello, pues como
dice el dicho, “lo que no se habla no existe”.
(Dedicado a Francisco la O Ruiz, sacristán de
la Iglesia de mi pueblo)
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