Aunque hablábamos a menudo
por teléfono, aquel día me rogó encarecidamente que fuera a verlo a su casa, y
es que mi amigo Emilio llevaba mucho tiempo enclaustrado debido al cáncer óseo
que padecía. Vivía en un caserón antiguo de la calle Trajano en Sevilla, y sólo
lo auxiliaba una mujer mayor que lo atendía para todo, de modo que hacia allí
me dirigí con una botella de güisqui, que era lo mejor que podía llevarle y de
lo poco que no le había quitado la enfermedad.
Lo noté bastante deteriorado
con respecto a la última vez que lo visité; era todo huesos y pellejo, y por
supuesto aquellas orejas tremendas de siempre y que fueron motivos de mofa
entre amigos y compañeros de juventud.
Después de hablar de algunas
trivialidades y ya agotada nuestra primera copa, se quedó un rato callado, como
pensando en lo que me iba a decir.
“Me
muero, ya estoy en la prórroga y no quería irme sin despedirme de ti”, me
dijo sacando una carta con mucho misterio.
“Te
voy a dar este sobre cerrado, para que cuando haya muerto lo abras, lo leas, y
decidas que hacer con esa información, que es lo más importante y terrible que
me ha pasado en la vida”, y ya no me quiso aclarar nada más, por
lo que después de varias copas más y hablar un poco de todo, me marché de su
casa con aquel misterio a cuestas, y con la seguridad de que ya no volvería a
ver más a mi amigo.
Habían pasado sólo un par de
semanas de aquello, cuando efectivamente asistí al entierro de Emilio, y apenas
volví del sepelio, me quedé mirando un rato la carta de mi amigo sobre el
escritorio sin decidirme a abrirla. Pero se lo debía, así que me puse mis
lentes y después de rasgar el sobre, empecé a enterarme de aquello.
“Querido compañero: Ya que
no existo, te voy a contar el gran secreto de mi vida, y tú después de enterarte, decide qué hacer con
esta información.
No sé si recordarás, que en el
colegio al que fuimos juntos yo era el hazmerreír de la clase, por mi
apocamiento o la cobardía que se me traducía en timidez, y por mis grandes
orejas. Todo el mundo se metía conmigo, pero entre todos destacó Fernando
Salmerón Quintana, que aparte de insultos me propinó múltiples palizas, sin que
sirvieran de nada las quejas de mis padres a la dirección del colegio. Me
tiraba el bocadillo en el retrete, me rompía mis cuadernos, incluso un día en
que me robó los libros y yo fui a reclamárselos a su casa, me dio tal paliza
que tuve que pasar unos días en el hospital, pero al matón no le pasaba nada,
pues su padre era un conocido abogado con muchas influencias políticas, y las
denuncias de mis padres no prosperaban, pues nadie le daba importancia a lo que
me hacía.
Todo este estado de cosas
continuó en la universidad, pero lo que me decidió a actuar de forma fulminante
sobre el problema, fue que me quitó a la única mujer de la que estuve enamorado
y que colmó el vaso de sus fechorías.
Bea y yo éramos novios desde
hacía algún tiempo, hasta que este malnacido la encandiló con regalos, paseos
en su deportivo, juergas y cenas, llegando al punto de conseguir que cortara
conmigo, aunque cuando ya se la llevó a la cama y se cansó de ella, la abandonó
cual juguete roto, y además presumía chulescamente con sus acólitos de lo que
me había hecho. Al poco tiempo me enteré de que mí querida Bea se había quedado
embarazada, pero ya no supe más de ella a pesar de buscarla con ahínco, ya que
desapareció del mundo como por ensalmo.
Yo empecé a darle vueltas a
la manera de acabar con este individuo definitivamente, hasta que la ocasión se
presentó.
Este capullo vivía en una
exclusiva urbanización, pero quiso el destino que en la parcela vecina a su
casa estuvieran construyendo una enorme casa y que el aparejador de la obra
fuera compañero de mi padre, así que con el pretexto de que estaba haciendo un
trabajo de fin de carrera sobre sostenibilidad ambiental, me dio un pase para
que pudiese entrar a la obra cuando quisiera, lo que me sirvió para vigilar
todas las entradas y salidas del elemento, tejiendo ya un estudiado plan para
asesinarlo.
La obra disponía de un
cuadro eléctrico para dar energía a todas las maquinas, por lo que una noche me
colé en la obra por una zona en que el guarda, bastante borracho, no me podía
ver, llevando un cable hasta la puerta metálica y enrejada de la casa de mi
odiado enemigo, disimulado por debajo de una fina capa de tierra hasta la esquina
lateral inferior de los hierros de la cancela, mojándola concienzudamente, de
forma que al entrar este, se electrocutara.
Esto se produjo sobre las
tres de la madrugada, por lo que al verlo aparcar su coche a la entrada,
conecté el cable, y en el momento de tocar la cancela para abrirla cayó
fulminado. Yo desenchufé y tiré del cable para dejarlo enrollado como me lo
encontré en la obra, y salí de allí por unos setos que ya me conocía y que me
dejaron en un camino vecinal bastante apartado sin cruzarme con
nadie.
Al día siguiente, la muerte
de mi enemigo salió en todos los medios, sin que nadie tuviera una explicación
para lo que había pasado, cerrándose el caso después de algún tiempo sin ningún
sospechoso, atribuyéndose todo a un paro cardiaco.
¿Estaba satisfecho y feliz?
No. Aquello dejó marcado el resto de mi vida, y no tuve ya ningún momento de
paz y tranquilidad, pues a pesar de por todo lo que yo había pasado, me podían
los remordimientos.
Esta es mi historia, amigo.
Haz con ella lo que quieras.”
Esta es la primera vez que
lo cuento, cambiando por supuesto los nombres y algunos datos.
Este asesinato ¿Fue justicia
o venganza?
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