Distrae mucho andar con
tranquilidad a primeras horas de la mañana o a media tarde; pasear mirando
escaparates donde se exponen ropas que te gustan, pero que ya no van con tu
edad, o eso te parece, viendo en este paisaje urbano y desenfadado, que cada
cual se pone lo que le apetece; otra cosa es que a tus ojos vayan elegantes o
hechos unos zorros.
También me gusta imaginar,
en la cara de esa chica sonriente y con mirada soñadora, que está enamorada, o
que por fin consiguió el trabajo que quería, o que está pronta al viaje con el que
ha soñado hace mucho y que veía imposible.
Vuelvo la cara atraído por
el frenazo de un coche, y veo a la señora que está cruzando un paso de cebra
cargada de bolsas, y que se encara con el conductor del vehículo en cuestión sin
que este cambie el gesto. Gente cruzando por cualquier sitio de la calzada sin
importarle los pitidos del taxi o los exabruptos del de la moto para coger el
autobús que llega. Señora mayor paseando a su perrito, y ver cómo con mucho
esfuerzo, recoge las cacas que este deposita en el suelo, y también a alguien
que ante lo mismo, ni se preocupa.
La alegría de esos niños y
las correrías del juego alrededor de sus padres, y cómo la madre les regaña sin
mucho convencimiento, ante la sonrisa cómplice del progenitor que prefiere mirar
hacia el otro lado para no quitar la autoridad a su esposa.
También paso por una esquina
(por qué siempre en las esquinas), donde unos jóvenes se lían unos cigarrillos
o canutos, qué sé yo, sin cortarse por las miradas rápidas que les dirigen los transeúntes,
junto a un pobre inválido que pide para comer sentado en el suelo, y el paso
acelerado con que pasa un joven sacerdote con elegante sotana y un libro bajo el
brazo.
Tomarse un café sentado en
una terraza con vistas a la amplia acera, sin caer en la tentación de mirar
ningún diario por si las malas noticias (las buenas no existen para la prensa),
te aguan el karma. Ver a gente en las puertas de los edificios de oficinas
echando un rápido cigarro, casi siempre acompañados, antes de perderse
nuevamente entre pasillos y ascensores en anónimos despachos sin saber, a buen
seguro, cuanto tiempo ocuparan.
Saludar a algún amigo que te
encuentras paseando como tú, que te cuente de sus enfermedades y sus nietos (a
cierta edad ya sólo hablamos de eso). Volver la cara, sin vergüenza, al paso de
una hermosa mujer y que se te iluminen
los ojos y la mente; con eso nos conformamos.
Y al fin, cuando estás un
poco cansado, de vuelta a casa, a seguir con la rutina que más te gusta: tus
libros, tu música y preparar esa comidita que sabes le encantará a tu mujer
aunque no te lo diga.
Son tiempos del disfrute de
las pequeñas cosas. Hay que aprovecharlo.
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