martes, 15 de mayo de 2018

Secuestro


Como si de un terrible cataclismo se tratara, todo ocurrió en aquella primaveral noche de mayo, donde después de los últimos fríos habíamos pasado a unos calurosos días más cercanos al estío que a la primavera.
La habían deseado con toda su alma. Después de muchos años casados y habiéndolo intentado todo, Elisa no se quedaba embaraza. Ya se cansaron de pasar de consultas médicas a clínicas especializadas en inseminación artificial; incluso recurrieron a santos y brujería, pero ni así conseguían un hijo, por lo que ya estaban pensando en adoptar, cuando la alegría en aquella familia llegó en forma de un embarazo delicado, una cesárea cuando no acababa de salir y temían por la vida de madre e hija, pero que concluyó felizmente con una  belleza rubia de ojos azules y de una inteligencia y un saber impropio para los nueve años que acababa de cumplir.
                                                                   


Cuando aquella aciaga mañana la madre fue a despertarla para acompañarla al colegio, la cama estaba vacía y faltaba la ropa que la niña se pondría, y que su madre amorosamente había dejado como cada noche a los pies de la cama.
Después de buscarla por toda la casa y los alrededores, sólo encontraron un zapatito de deportes casi en la misma puerta del  adosado, y la mochila del colegio en la puerta junto a la acera.
                                                                  


Al instante de llamar a la policía, los agentes llegaron y empezaron las investigaciones. El padre, Juan, estaba más tranquilo, pero su mujer tenía un ataque de nervios y no paraba de llorar, por lo que el interrogatorio se hizo muy difícil.
Les preguntaron de todo, llamaron a las familias de las compañeras, a los vecinos, al colegio, a los abuelos, y nada, no había ni una sola pista ni nadie había visto nada extraño. No se había forzado ni puertas ni ventanas, y el único detalle que llamó la atención fue que la puerta que dejaban cerrada con llave de noche, estaba sin cerrar, y que faltaba la caja de cereales del desayuno que siempre dejaban puesta en la mesa de la cocina y el envase de leche de la nevera.
                                                                     


Ya la policía había dado orden de que la buscaran por toda la ciudad, en estaciones, aeropuerto y paradas de autobuses; habían intervenido los teléfonos de los padres por si se recibía alguna llamada pidiendo rescate, pero nada hasta la hora casi del medio día que eran ya, y el problema era según la policía, que estos casos si no se resuelven en  las primeras horas, suelen ser difíciles. Los agentes preguntaron si no se habría marchado la niña por voluntad propia, si habían tenido alguna pelea aquella noche. Elisa le contestó que había tenido una pequeña discusión con ella porque quería que le compraran un móvil, pero que le dijo que no. Que lo veía prematuro.
                                                                       


Sobre las dos de la tarde llevaron unos perros amaestrados para seguir rastros, a los que dieron a oler el zapato y la mochila de la niña, y uno de los perros se lanzó casi al trote y tirando de la correa hacia la piscina, poniéndose como loco  ladrando a la altura de la tapadera de la depuradora en  un extremo del césped.
Y ¡Al fin! Allí estaba sentada tranquilamente, con la botella de leche vacía, los cereales, y leyendo un libro  con cara de pocos amigos.
                                                                       
  

No hubo enfado ni castigo, pero tampoco la niña respondió a los por qué, y aunque la vida a partir de este hecho fue más atenta y vigilante, cuando la preciosa Celia hizo la Primera Comunión al año siguiente, uno de los regalos que recibió fue un magnífico teléfono de última generación.
                                                                      


¿Están los tiempos así, y quien o quienes son los culpables?

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