Como si de un terrible
cataclismo se tratara, todo ocurrió en aquella primaveral noche de mayo, donde
después de los últimos fríos habíamos pasado a unos calurosos días más cercanos
al estío que a la primavera.
La habían deseado con toda
su alma. Después de muchos años casados y habiéndolo intentado todo, Elisa no
se quedaba embaraza. Ya se cansaron de pasar de consultas médicas a clínicas
especializadas en inseminación artificial; incluso recurrieron a santos y
brujería, pero ni así conseguían un hijo, por lo que ya estaban pensando en
adoptar, cuando la alegría en aquella familia llegó en forma de un embarazo
delicado, una cesárea cuando no acababa de salir y temían por la vida de madre
e hija, pero que concluyó felizmente con una belleza rubia de ojos azules y de una
inteligencia y un saber impropio para los nueve años que acababa de cumplir.
Cuando aquella aciaga mañana
la madre fue a despertarla para acompañarla al colegio, la cama estaba vacía y
faltaba la ropa que la niña se pondría, y que su madre amorosamente había
dejado como cada noche a los pies de la cama.
Después de buscarla por toda
la casa y los alrededores, sólo encontraron un zapatito de deportes casi en la
misma puerta del adosado, y la mochila del
colegio en la puerta junto a la acera.
Al instante de llamar a la policía,
los agentes llegaron y empezaron las investigaciones. El padre, Juan, estaba más
tranquilo, pero su mujer tenía un ataque de nervios y no paraba de llorar, por
lo que el interrogatorio se hizo muy difícil.
Les preguntaron de todo,
llamaron a las familias de las compañeras, a los vecinos, al colegio, a los
abuelos, y nada, no había ni una sola pista ni nadie había visto nada extraño.
No se había forzado ni puertas ni ventanas, y el único detalle que llamó la
atención fue que la puerta que dejaban cerrada con llave de noche, estaba sin
cerrar, y que faltaba la caja de cereales del desayuno que siempre dejaban
puesta en la mesa de la cocina y el envase de leche de la nevera.
Ya la policía había dado
orden de que la buscaran por toda la ciudad, en estaciones, aeropuerto y
paradas de autobuses; habían intervenido los teléfonos de los padres por si se
recibía alguna llamada pidiendo rescate, pero nada hasta la hora casi del medio
día que eran ya, y el problema era según la policía, que estos casos si no se
resuelven en las primeras horas, suelen ser
difíciles. Los agentes preguntaron si no se habría marchado la niña por voluntad
propia, si habían tenido alguna pelea aquella noche. Elisa le contestó que
había tenido una pequeña discusión con ella porque quería que le compraran un móvil,
pero que le dijo que no. Que lo veía prematuro.
Sobre las dos de la tarde
llevaron unos perros amaestrados para seguir rastros, a los que dieron a oler
el zapato y la mochila de la niña, y uno de los perros se lanzó casi al trote y
tirando de la correa hacia la piscina, poniéndose como loco ladrando a la altura de la tapadera de la
depuradora en un extremo del césped.
Y ¡Al fin! Allí estaba sentada
tranquilamente, con la botella de leche vacía, los cereales, y leyendo un libro
con cara de pocos amigos.
No hubo enfado ni castigo,
pero tampoco la niña respondió a los por qué, y aunque la vida a partir de este
hecho fue más atenta y vigilante, cuando la preciosa Celia hizo la Primera
Comunión al año siguiente, uno de los regalos que recibió fue un magnífico
teléfono de última generación.
¿Están los tiempos así, y
quien o quienes son los culpables?
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