lunes, 27 de agosto de 2018

¡Ay...los recuerdos!


Salía de la compra diaria, cuando vi a las puertas del supermercado a un hombre vendiendo higos chumbos, y me vinieron a la memoria muchas cosas.
                                                                  


Aquellos pequeños puestecitos, repartidos por toda Sevilla, muy limpios, y con una señora enfundada en un delantal blanquísimo vendiendo agua por vasos de un botijo, y platitos de cuatro o cinco higos por el precio de una peseta.
                                                                


Esos  recuerdos de la infancia fijados a fuego en la memoria. como aquel anciano que vendía, a las puertas de mi colegio de los Maristas en la calle Jesús del Gran Poder, unos palitos dulces que se chupaban y masticaban llamados “paloduz”, y que a veces cambiábamos por nuestro bocadillo de media mañana, o aquel vendedor de cangrejos, que por cincuenta céntimos de peseta, te daba un cartuchito de patitas de los mismos.
                                                                     
 
También recuerdo a una ancianita vendiendo pipas y altramuces en la plaza del Duque, y que por cinco o diez céntimos tenías tu pequeño  cartucho, los polos de hielo y los Napolitanos de Ballester, el buenísimo sabor de las horchatas de chufa de Fillol en la calle Sierpes, o los palos de nata de la confitería de la familia Ochoa (esto último sólo al alcance de pocos).
                                                                       


Otro recuerdo gastronómico eran los churros que mi padre nos compraba en la calle San Pablo para desayunar después de misa, o ese olor a castañas asadas que cada otoño se esparcía casi en cada esquina del centro; puestos ambulantes con sus ollas agujereadas y las brasas de carbón, o los cartuchos de “pedacitos” (pequeños trozos de todo tipo de pescados), que comprábamos algunas veces en el Cantábrico, antigua freiduría de la Plaza de la Campana, o los soldaditos de pavías de bacalao del bar del Duque, o las onzas de chocolate de la Virgen de los Reyes, que nos duraba siempre menos que el bollo de pan con lo que acompañábamos la merienda.
                                                                    


¡Qué de recuerdos de sabores, de olores y sensaciones pasadas que están fijas en mi memoria, de un tiempo de estrecheces y privaciones, pero también de la dicha que nos producían algunas pequeñas cosas!
                                                                       



En un tiempo, este que nos ha tocado vivir, donde siempre deseamos lo que no tenemos, que no valoramos suficientemente estos detalles que la vida nos ofrece, obcecados siempre por cosas fuera de nuestro alcance y que la mayoría de las veces no necesitamos.
                                                                        


Podría todavía seguir nombrando cosas de antes, pero no quiero abusar de mis lectores con más batallitas, llegados a una edad donde tenemos, algunos, más recuerdos que futuro.

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