martes, 18 de septiembre de 2018

Abuelete de vacaciones


Nos habíamos venido a Villajoyosa a pasar unos días para reponernos del intenso verano, por deferencia de mi nuera adjunta Viky (digo mi nuera adjunta porque es la hermana de mi yerno Santi y es ya una más de mi familia).
                                                                 


Nuestro primer día de playa empezó regular por lo que os voy a contar, ya que como todos sabéis, no soy muy de agua de mar ni de piscina, pero me armé de valor mentalizándome con que un baño me iría bien, y aquí estaba yo con mis escarpines para poder andar por esta playa de chinos dispuesto a darme mi primer baño.
La mar estaba un poco revuelta, pues en estos días amenazaban con una gota fría y el sol sólo asomaba emboscado por las nubes, pero yo ya me había decidido a darme el chapuzón.
                                                                   


Empecé a entrar poco a poco en las procelosas aguas del Mediterráneo, ya que aquí vas entrando  y de pronto viene un enorme escalón que hace que  el agua te llegue al cuello; no, no son tan delicadas como las del Atlántico, donde las playas en algunos casos se vuelven infinitas hasta que llegas a poder nadar un poco.
                                                                     


Bueno, a lo que íbamos.
Mi mujer más acostumbrada a todo tipo de chapuzones, me aconsejó diciéndome: “espera que venga una ola y te tiras.”
Y ya no me hice de rogar, sino que aprovechando la primera envestida de las aguas, me tiré sin encomendarme a Dios ni a los Santos, y pegué un enorme barrigazo contra los chinos, ya que no había ni un palmo de agua.
                                                                     


Me quedé tirado cuan largo era sin saber qué hacer, con las carcajadas de mi mujer que tapaban el rugir del mar, y yo más cortado que un boquerón en una carnicería.
Total, que cuando se serenó un poco, me ayudó a incorporarme mientras yo miraba hacia todos lados para ver si mucha gente me había visto en aquella pirueta tan estúpida, pero aquí cada uno y una iba a lo suyo, y yo con todo mi precioso pectoral arañado y señalado con las huellas que los guijarros habían dejado en mi cuerpo gentil, imperturbable, y con sonrisa estúpida en la cara  con ganas de gritar, no sé si de dolor o de ridículo.
                                                                     


Pero yo actué como lo hacen los hombres; me senté en mi butaca, me sequé, me puse mis gafas de sol y mi panameño, para a renglón seguido volver al apartamento escarmentado de atrevimientos.
                                                                      


No sé si hoy o mañana lo intentaré de nuevo, ya os contaré, pero la realidad es que no me han quedado muchas ganas, uno también tiene su orgullo.

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