martes, 4 de septiembre de 2018

Se acabó


Siento que se acerca el nuevo amanecer, y quizás ¿Un día más? Ya no quiero, ya no puedo continuar con todo este padecer sin que me espanten las nuevas horas, los nuevos días, hasta los segundos y los instantes se me hacen insoportables, ya quiero, ¡por amor de Dios!, que todo acabe.
Aunque estoy inmovilizado en esta cama que tanto tiene de sepultura, aunque sé que no puedo abrir los ojos ni sentir las caricias de mi familia, todo lo escucho, todo lo entiendo, y lo peor o lo mejor es que todo lo sé; y es que en esta interminable espera sin reposo posible me siento más cuerdo que nunca, más clarividente que nunca fui.
Cuando me diagnosticaron la enfermedad hace como un año, hablamos largo y tendido mi mujer y yo, y sabíamos que podría llegar a esto. A este sufrimiento que me recome las entrañas y que me acuchilla de abajo arriba y de un lado al otro sin tregua, sin que un dolor sea peor ni mejor, todos terriblemente iguales, todos capaces de arrancar alaridos de cualquier humano, pero ni desahogarme gritando puedo.
                                                                   


Y hablamos de que cuando llegara el punto de no retorno, cuando ya sólo cabe esperar lo inevitable, me hiciera el sufrimiento corto y la muerte placentera, que no tuviera remordimientos, que me lo debía por el amor que durante tantos años nos habíamos profesado, que me dejase ir en paz, que me ahorrase lo que decía el médico de que “mientras hay vida hay esperanza”.
¡Ya, por favor, esposa mía!

“Esta noche me pareció tranquilo, pero la crispación de su rostro transmite  sufrimiento, y sé por lo que me dice el doctor que tiene  dolores terribles, que solo esperamos que le falle el corazón, que cada vez que le subimos la dosis de morfina lo acercamos a su fin, pero esto ya no puede continuar ni un día más, se lo debo.”

                                                                        


¿Cómo pasó la noche?
Igual a las otras, pero hay que acabar ya con este alargarle el dolor; ¿para qué? Para nada.
Mi ética profesional y mis creencias religiosas me impiden hacer otra cosa que lo que estoy haciendo; y te entiendo, no creas que soy ajeno a todo este calvario.

“Si él no le da ninguna solución a esto, yo estoy dispuesta a hacerlo, con su complicidad o sola.”
                                                                 



Mira Lola, te dejo estas dos jeringas cargadas con tranquilizantes, y cada hora le pones en la vía una rayita del émbolo, no más, pues entraría en un sueño profundo y la muerte sería inminente, y tú no quieres eso ¿verdad? Si hay algún cambio me llamas a la hora que sea.
Estaba atardeciendo cuando el médico recibió la llamada de Lola: “Doctor, creo que mi esposo ha dejado de sufrir”.
                                                                  


Este llegó a los veinte minutos, firmó el certificado de defunción, y retiró toda la parafernalia de aquel cuerpo, fijándose de que su cara se había transformado en una expresión de paz.
Por supuesto no dijo nada de las dos jeringuillas que reposaban vacías en la mesita de noche.

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