Siento que se acerca el
nuevo amanecer, y quizás ¿Un día más? Ya no quiero, ya no puedo continuar con
todo este padecer sin que me espanten las nuevas horas, los nuevos días, hasta
los segundos y los instantes se me hacen insoportables, ya quiero, ¡por amor de
Dios!, que todo acabe.
Aunque estoy inmovilizado en
esta cama que tanto tiene de sepultura, aunque sé que no puedo abrir los ojos
ni sentir las caricias de mi familia, todo lo escucho, todo lo entiendo, y lo
peor o lo mejor es que todo lo sé; y es que en esta interminable espera sin
reposo posible me siento más cuerdo que nunca, más clarividente que nunca fui.
Cuando me diagnosticaron la
enfermedad hace como un año, hablamos largo y tendido mi mujer y yo, y sabíamos
que podría llegar a esto. A este sufrimiento que me recome las entrañas y que me
acuchilla de abajo arriba y de un lado al otro sin tregua, sin que un dolor sea
peor ni mejor, todos terriblemente iguales, todos capaces de arrancar alaridos
de cualquier humano, pero ni desahogarme gritando puedo.
Y hablamos de que cuando llegara
el punto de no retorno, cuando ya sólo cabe esperar lo inevitable, me hiciera el
sufrimiento corto y la muerte placentera, que no tuviera remordimientos, que me
lo debía por el amor que durante tantos años nos habíamos profesado, que me
dejase ir en paz, que me ahorrase lo que decía el médico de que “mientras hay
vida hay esperanza”.
¡Ya, por favor, esposa mía!
“Esta
noche me pareció tranquilo, pero la crispación de su rostro transmite sufrimiento, y sé por lo que me dice el doctor
que tiene dolores terribles, que solo
esperamos que le falle el corazón, que cada vez que le subimos la dosis de
morfina lo acercamos a su fin, pero esto ya no puede continuar ni un día más,
se lo debo.”
¿Cómo pasó la noche?
Igual a las otras, pero hay
que acabar ya con este alargarle el dolor; ¿para qué? Para nada.
Mi ética profesional y mis
creencias religiosas me impiden hacer otra cosa que lo que estoy haciendo; y te
entiendo, no creas que soy ajeno a todo este calvario.
“Si
él no le da ninguna solución a esto, yo estoy dispuesta a hacerlo, con su
complicidad o sola.”
Mira Lola, te dejo estas dos
jeringas cargadas con tranquilizantes, y cada hora le pones en la vía una
rayita del émbolo, no más, pues entraría en un sueño profundo y la muerte sería
inminente, y tú no quieres eso ¿verdad? Si hay algún cambio me llamas a la hora
que sea.
Estaba atardeciendo cuando
el médico recibió la llamada de Lola: “Doctor, creo que mi esposo ha dejado de
sufrir”.
Este llegó a los veinte
minutos, firmó el certificado de defunción, y retiró toda la parafernalia de
aquel cuerpo, fijándose de que su cara se había transformado en una expresión
de paz.
Por supuesto no dijo nada de
las dos jeringuillas que reposaban vacías en la mesita de noche.
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