miércoles, 25 de enero de 2012

Colega


Su padre, médico de Lucena, lo había enchufado de visitador Médico porque el niño no quería estudiar. Se llamaba José Antonio, pero todos lo llamábamos Toñete, y era un señorito de pueblo, sabihondo, tacaño, pelota y un verdadero trepa.
Se vino a vivir a Sevilla alquilando en Los Remedios un destartalado y oscuro piso, que amuebló con menos de lo imprescindible. Siempre me pregunté donde dormía la novia y la suegra cuando venían a verlo, ya que allí solo había una cama-mueble de ochenta. Luego me enteré que les dejaba la cama y él se echaba en una vieja hamaca que había rescatado de un contenedor, y es que el piso parecía robado de lo poco  y lo desordenado que lo tenía, eso sí, nunca le faltaba una arroba de vino fino de Moriles y unas tinajas con lomo y chacinas de la matanza del pueblo.


                                                                           
Recuerdo que un día estando en su casa viéndole tender la colada en una de las habitaciones, me dice:”Fíjate lo sucia que tiene la vecina la ropa que tiene en el tendedero”, a lo que yo en silencio le respondí abriéndole la ventana: “Lo que tienes asquerosos son los cristales, guarro”.
Le daba mucha caña porque siempre tenía la nevera vacía,  y un día me hizo ir para que viera como tenía el congelador repleto de paquetes, pero descubrí que lo que parecían productos congelados, eran ceniceros y latas vacías envueltas en papel de aluminio.


                                                                               
A lo que no le ganaba nadie era a ligón, sabía que tenía un piquito de oro para engatusar a cualquier hembra que se le pusiera a tiro, y es que le daban igual viejas, jóvenes, gordas o feas, con que tuvieran tetas y faldas se conformaba, por que la mayoría de las veces las utilizaba para que le limpiaran y arreglaran el piso, ya que nunca ninguna le llegó a durar más de una semana.
Se casó con su novia de siempre ya bastante entrado en la treintena, pero ni por esas dejó de irse de jarana cada vez que se le encartaba y pagara otro el zafarrancho. Un día, de vuelta de una de estas escapadas nocturnas y al desnudarse en el dormitorio conyugal, su mujer se dio cuenta que llevaba los calzoncillos puestos al revés, y con los nervios no pudo decir un pretexto lógico de lo ocurrido, con lo que casi le cuesta el divorcio, aparte de una bronca descomunal y de dormir en la hamaca una semana.


                                                                               
Tenía poca cultura, pero se la daba de saberlo todo y una noche hablando delante de mucha gente de la Segunda Guerra Mundial, decía que los “casi-casi” japoneses habían estado a punto de darle la vuelta a la contienda en el mar. Al preguntarle a que se refería, resultó que quería decir “camicaces”. El cachondeo fue general y ahí perdió Toñete el poco prestigio dialectico que le quedaba.
Como era bastante pelota y trepa, el dueño de la empresa lo hizo Jefe Regional de Ventas, pero no por su valía, sino  para agradecerle los agasajos y fiestones que le organizaba en la finca familiar del pueblo, donde aparte de cacería, comida y juerga, siempre le buscaba meretrices que le calentaran la cama al amo.


                                                                              
En una época que entraban muchas chicas en el laboratorio, el Toñete se beneficiaba a la mayoría prometiéndoles el puesto de trabajo, lo que le costó más de un problema con la justicia y con su familia.
Hace poco me tropecé con el susodicho en el Corte Inglés y aunque tiene sesenta años, parece un barril calvo y gordo de noventa, con todas las enfermedades posibles. Llorando me contó que su mujer y novia de toda la vida, se había ido con su mejor amigo dejándolo solo y en la ruina física y moral, y aunque es un sentimiento que odio, me dio lástima.
Casi fue mi amigo, pero tengo que decir por justicia, que  a cada cerdo le llega su “San Martín”.

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