Se lo había encontrado de frente saliendo del portal una vez más, y ya eran no sé cuantas. Siempre se quedaban un rato mirándose a los ojos antes de continuar cada uno su camino, pero es que aquel día también coincidió con él a su regreso a casa después del trabajo y ya no se había separado nunca.
Eran la admiración del barrio, siempre tan unidos y cariñosos dibujaban una pareja de tarjeta postal de las antiguas: Yeyé y Néstor con un corazón púrpura entre ambos.
El siempre la esperaba a su regreso para dar el paseo de cada tarde. Tomaban el aperitivo en una terracita del kiosco del parque y volvían dando un rodeo hasta su apartamento donde cenaban y veían la televisión o se ponían una película de miedo que es de las que le gustaban a ella.
Cuando decidió que viviría sola, sus padres se disgustaron mucho, pues era hija única y parecía que ellos le estorbaban, pues aunque mayores ya iban teniendo algunos achaques propios, como decía el médico, del “carnet de identidad”, que era su forma de decir que se estaban haciendo viejos. De todas formas ahora iban los dos a cenar a casa de sus padres casi todos los fines de semana, y la realidad es que también a él le habían cogido mucho cariño sus progenitores.
Aquel fin de semana se quedaron en casa, pues ella marchó hacia la oficina aunque era sábado, pero no llegó a subir a trabajar, porque todo era un pretexto para comprarle a él un regalo ya que se acercaba San Valentín y le gustaba siempre tenerle un detallito.
La realidad es que llevaban una vida de pareja muy tranquila y ordenada, sin grandes alardes de comidas ni de viajes, pero ese día de los enamorados a ella le gustaba salir a cenar a algún sitio tranquilo y que no fuera muy sofisticado ni que estuviera muy lleno. Si es verdad. Era un poquito rara para estas cosas.
Aunque su vida de solitaria había cambiado, se sentía tan a gusto con Néstor que ya no se cambiaba por nadie. Notaba que se querían tanto y estaban tan unidos que no echaba de menos aquel disfrute de los primeros días del apartamento en su soledad escogida, donde respiraba independencia por cada poro de su cuerpo.
Ahora vivía de otra forma. Sus nervios se habían atemperado y ya no sentía resquemor de sus anteriores y atormentados fracasos sentimentales. Tenía una paz interior y una mente tan abierta y desinhibida que no le parecía que fuera la misma mujer de antaño.
Y todo se lo debía a su gato Néstor, que la había centrado y en donde volcaba todo el amor que otros habían despreciados.
Por eso cenando en la terracita interior de su italiano preferido dijo: “Feliz San Valentín Néstor”, abriendo el papel de regalo conteniendo un platito todo decorado de corazones, flechas y Cupidos, donde le puso media piza al compañero de su vida.
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