sábado, 28 de julio de 2012

Verano, año doce y cuarto de la crisis


Hola a todos, soy Bernardo y esta es la historia de mi “verano azul”.
Estábamos mi hermana y yo un “bastante cabreados”, porque a nuestros padres se les había ocurrido una nueva brillante idea sobre como pasar los veinte días de vacaciones veraniegas.
Unas semanas antes en la comida, nos explicaron  que este año no habría playa ni rutas por el extranjero, sino que nos iríamos de turismo rural, ya que era lo único que entraba en nuestro presupuesto.
El lugar elegido era la Rivera del Huéznar en la Sierra Norte de Sevilla, donde habíamos alquilado una casa cerca del nacimiento del río, donde podríamos pescar, montar a caballo, recorrer rutas verdes en bicicleta y hacer todas las cosas a lo que la naturaleza nos invita. Este año como novedad, dejaríamos todos los teléfonos, la tablet y ordenadores en casa, pues allí ni había cobertura telefónica ni llegaba internet. Eso sí; tendríamos a nuestra disposición en la casa artes de pesca, bicicletas y hasta caballos si queríamos montar.

                                                             
Ante las sonrisas cómplices de nuestros progenitores, nos quedamos más serios que un pavo en Navidad, sin saber que decir. Después mi hermana primero y yo después empezamos a protestar porque lo que nos proponían era un aburrimiento y además a mí me daban asco los bichos.
No sirvieron de nada nuestras quejas, así que el último sábado de Junio montamos todos en el coche cargados hasta los mochos de todo lo necesario, sobre todo vituallas y ropas de campo, y tras una minuciosa inspección personal, tuvimos que dejar todos los aparatos electrónicos en casa, emprendiendo el viaje hacia la “selva”.
Llegamos a primera hora de la tarde, y la realidad era que el lugar era espectacular y en la casa no faltaba ninguna comodidad, exceptuando la carencia de televisión, radio  y  artilugios electrónicos. Menos mal que había luz y agua.

                                                              
Mientras bajábamos todo del coche entre risas y bromas cómplices entre nuestro padres, nosotros estábamos tan callados y tristes como si nos fueran a encarcelar.
La casa de piedra antigua, pero totalmente restaurada, tenía en su parte delantera un porche con una gran parra, que aparte de uvas proporcionaba sombra, y una gran mesa con bancos donde mi madre organizó la cena a base de picoteo y un gran vaso de gazpacho. Todos nos quedamos muy callados durante la puesta de sol, que era de una belleza desconocida para nosotros.

                                                               
Ya anochecido, no sabíamos qué hacer cuando mi madre sacó una gran cantidad de libros dejándolos en una estantería que había junto a la chimenea, tomó uno y se sentó a leer tirada en una hamaca del porche.
Mi padre sacó un cuaderno donde escribía cosas y también se entretuvo. Mi hermana y yo nos miramos, para a continuación irnos a por un libro cada uno camino de la cama.
Antes de desaparecer por las escaleras, mi padre nos anunció que al día siguiente nos levantaría temprano pues iríamos todos a dar una vuelta por los alrededores en bicicleta. Y punto.
Estaba amaneciendo cuando nos levantaron, nos vestimos con ropas cómodas y bajamos a desayunar, observando como mi madre había preparado tostadas de un gran pan que habíamos comprado por el camino, las cuales con un tomate refregado y un chorreón de aceite de oliva estaban deliciosas, si bien nos chocaba que no había cereales ni donuts en nuestro refrigerio.
Mi padre nos animó a coger las bicicletas que había en el cobertizo, y llevando lo imprescindible para el paseo, iniciamos los cuatro el recorrido por una ruta verde que había sido por donde antiguamente pasaba el ferrocarril y que nos conduciría hasta el pueblo más cercano, San Nicolás del Puerto.

                                                             
Íbamos disfrutando del paisaje y comentando lo que veíamos, por lo que se nos hizo corto el paseo hasta el pueblo. Mis padres querían ver algunos monumentos, pero Mila y yo pasamos y nos quedamos esperándolos sentados a la sombra en el bar de la plaza tomando un refresco.
Había poca gente, así que nos entretuvimos charlando con el chaval que nos atendió que era de nuestra edad, cuando llegó una guapísima morena de ojos verdes que con mucha familiaridad empezó a hablar con nosotros.
Por lo visto habían quedado en ir por la tarde  a  pescar, invitándonos a nosotros a acompañarles. Les contamos nuestra historia y donde estábamos parando, quedando al día siguiente en que nos recogerían por la mañana para dar una vuelta en bicicleta por los alrededores.
Me empezaba a gustar aquello, no sé si por los nuevos amigos o por resignación cristiana.
Mis padres estuvieron de acuerdo, así que después de comprar algunas cosas en el supermercado del pueblo, volvimos por el sendero hasta nuestra casa de verano ya entrada la tarde con un hambre de mil demonios, devorando una enorme tortilla de patatas que había preparado mi madre no sé cuándo y una ensalada que nos supo a gloria.
Después de dormir una siesta reparadora, dimos una vuelta por la margen del río, contemplando las enormes truchas y otros peces que nos invitaron a chapotear en las cristalinas aguas, siendo ya casi de noche cuando volvimos realmente cansados, comimos algo y nos fuimos a la cama pues ya el día no daba para más.

                                                              
Ya estábamos preparados y desayunados cuando llegaron nuestros amigos a la mañana siguiente, así que nos dispusimos a la marcha después de escuchar la retahíla de recomendaciones que nos hacía mi madre, aguantando las risitas poco disimuladas de los colegas.
Fue un día increíble, pues todos los alrededores eran de una belleza asombrosa. Fuimos al nacimiento autentico del río con sus cataratas donde nos bañamos, visitamos una ermita muy antigua que nos encantó, cogimos higos de una enorme higuera, y luego todo el contacto con esta naturaleza verde y cantarina que no sabíamos que existiera. Comimos de los bocatas que nos echó mi madre en las mochilas para todos, y bebimos  agua del río que era fresca y potable e higos de postre. La tarde la pasamos charlando sentados en la rivera, luego vimos como ellos pescaron truchas, pero ¡Las devolvían al río! Qué lección nos dieron. 

                                                             
Fueron muchos y estupendos días los que pasamos aquel verano de “pobres”, por lo que el regreso nos resultó triste aunque después nos vimos muchas veces con nuestro amigo y la “ojos verdes”…Bueno, eso es otra historia que ya os contaré.

2 comentarios:

  1. Tan bueno como siempre, besos. Roberto

    ResponderEliminar
  2. Yo he sido de aquellos privilegiados que pudieron disfrutar de vacaciones en el pueblo.
    Me comentaba, hace tiempo, un amigo que era entrenador de fútbol de infantiles, juveniles, etc..que, un mes de verano en el pueblo, conseguía unas mejoras físicas en los chavales que no lograba él en todo un año de entrenamientos.
    Hay que ver cuánta calidad de vida hemos perdido y, lo que es más grave, a lo tonto.
    Un saludo.

    ResponderEliminar