Nací en una familia
desestructurada siendo el vástago once o doce de los que mi madre había parido,
por supuesto de diferentes padres, pues ella nunca se estaba quieta en ningún
lugar y mis hermanos eran acogidos, como supe al tiempo, por distintas
familias; y es que mi progenitora sólo vivía para ella misma.
Yo seguí el camino de mis
hermanos siendo adoptado por una familia, y tuve la suerte de que me mimaran
desde el primer momento, bien porque me vieran indefenso o por ser bonito y
juguetón.
Comía lo que se me antojaba
en cada momento, tenía mi propia cama para dormir, y no me faltaban juguetes
con que entretenerme cuando llegaba a casa harto ya de chucherías y de pasear
por el contorno del barrio, de la mano siempre de alguno de mis acogedores bienhechores.
Me llevaban a curar cuando
estaba enfermo o a ponerme las vacunas preceptivas, incluso una vez me salvaron
de morir ahogado con un hueso que se me cruzó en el esófago.
Pero al crecer cambió mi
forma de ser alegre y tranquilo,
empezando una larga época de trastadas y fechorías que ya no me reían,
con lo que me castigaban una y otra vez sin que por ello yo enderezara mi carácter.
Rompía sin venir a cuento
ropas, muebles y cualquier cosa que se me pusiera a tiro cuando se me cruzaban
los cables, y si me castigaban de alguna manera, me vengaba donde más les
hiciera daño, por lo que la situación se les volvió o se la hice insoportable a
estas buenas personas y decidieron que aquello no podía continuar así.
Un día en que hice una
terrible canallada que no viene a cuento relatar, me metieron en el coche y sin
que me pudiera creer lo que ocurría, me dejaron en un caserón enorme donde
había más inadaptados como yo.
Allí se comía y se dormía a
golpe de silbato, y si hacías algo inconveniente, te aislaban sin
contemplaciones en un cuarto oscuro comiendo y bebiendo sólo lo justo para no
morirte.
Yo añoraba terriblemente lo
que había perdido, pero ni por eso cambiaba
mi carácter, por lo que un día en un descuido me escapé de mi reclusión,
y ahora ando vagando por lo largo y ancho del mundo.
Si. Como habrán adivinado
soy un puto perro callejero, que sigo sin arrepentirme de nada, aunque recuerde
con nostalgia la época en que no tenía que luchar por un trozo de pan duro o un
reseco hueso, duermo donde puedo mojado o
seco, y tengo que aguantarme cuando los niños me apedrean o algún mayor
me pega una patada para echarme porque estorbo.
No tengo remedio, pues no me
arrepiento de nada y odio con toda mi alma perruna a la humanidad, pero te
puedo decir que sólo se aprecia lo bueno cuando ya sólo te dejan las sobras.
En
“San Fermín”, a 7 de julio del 2014
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