En vista de que el pueblo no
contaba con tiendas especializadas donde encontrar lo que de forma más urgente
necesitaba, volví a ponerme al volante de mi vehículo para ir a un gran
hipermercado donde comprar todo lo requerido para hacer medianamente
confortable mi nueva vida, pero que estaba a cerca de 40 kilómetros.
Iba pensando en todo lo que
me estaba ocurriendo en este primer día del resto de mi vida, cuando noté que
el volante cada vez me costaba más trabajo girarlo, llegando un momento en que
la dirección se quedó casi totalmente rígida y ya no controlaba el coche, que
aunque no iba a excesiva velocidad, se salió en una curva, con la suerte que
era un gran sembrado de girasoles por donde entré dando tumbos, hasta quedarme casi
volcado con el airbag saltando, de forma que me salvó de no pegarme con la
cabeza contra el parabrisas que había quedado astillado.
Salí como pude por la
ventanilla, pues las puertas habían quedado bloqueadas, y con el cuerpo
dolorido después del porrazo, y cuando me tranquilicé, me fui hacia la
carretera donde en ese momento paraba un coche de la Guardia Civil. Me
preguntaron por lo que había pasado, comentándoles como la dirección del coche
había quedado bloqueada, y como yo les dije que estaba un poco contusionado
pero que no necesitaba ayuda médica, llamé desde mi teléfono a la asistencia en
carretera para explicar el accidente y que la grúa vinieses a retirar en coche,
y recogerme a mí.
Al cabo de una hora, ya
estaba montado en un camión el coche y yo, dando la casualidad de que el taller
más próximo estaba junto al hipermercado, donde después de dejar el
destartalado vehículo para ver si tenía arreglo o el seguro lo daba como
siniestro total, me quedé un rato sentado en una cafetería para tranquilizarme.
¡Vaya día de sorpresas!
Llamé a Luisa para explicarle
lo que me había pasado y que no se preocupase por mí, que ya llegaría,
ofreciéndose a recogerme, pero yo le quité la idea; que siguiese con lo que
estaba haciendo y que tranquila.
Ya que estaba allí y después
de tomarme un par de paracetamoles que me facilitaron, me dediqué a todo lo que
me proponía hacer antes del accidente, de forma que contraté internet para mi
casa, compré nevera, cocina eléctrica, calentador de agua, un calefactor,
utensilios de cocina, una cafetera, y cosas básicas de comer, quedando en
enviármelo todo al día siguiente.
Cuando el taxi que me traía
a mi domicilio me dejó en la puerta, eran ya cerca de las once y media de la
noche. La puerta no estaba cerrada, por lo que al entrar, me encontré con que
mi amiga que se levantó de un brinco al verme, me estaba esperando leyendo
junto a la chimenea que estaba encendida, y un acogedor calorcillo lo envolvía
todo, y por lo que abarcaban mis ojos, la casa parecía otra.
Además de arreglarme la
casa, me había hecho una tortilla de patatas, a la que me lancé con entusiasmo,
pues no había comido nada en todo el día, y entre bocado y sorbos de un
estupendo vinito blanco que también me había traído, le estuve explicando todas
las vicisitudes de aquel día tan tremendo. Después, a mis preguntas sobre su
vida, me dijo que llevaba casada muchos años, que su marido se llamaba Ramón y
que era de una conocida familia del pueblo, que se dedicaba al campo, que tenía
una sola hija ya un poco mayor que le había estado ayudando a todo aquello, y
que estaba en el último año de instituto.
Después de un buen rato se
marchó, quedando en volver al día siguiente muy temprano para seguir poniendo
un poco de orden allí, llevándose ella una llave que por lo visto ya estaba
desde tiempo inmemorial en su casa sin saber muy bien por qué, comentándome también
como de pasada, que cuando ya estuviera instalado y tranquilo, hablaríamos de
cosas que no sabía y que me interesaban. Me quedé un rato hipnotizado con los
leños de la chimenea fumando un cigarro, pensando en todo este día, sintiendo
un algo que se me escapaba, un desasosiego. Bueno, pues ya se vería como me iba
aquí y lo que me deparaban los días por venir.
Me había arreglado mi
dormitorio de niño poniéndome sábanas y un abrigado edredón, donde me quedé
dormido nada más apoyar mi cabeza en la
almohada.
El sol que entraba por las
ventanas sin cortinas ni persianas, me despertó a una tardía hora que se
encargó de remachar las campanadas del reloj de la torre de la iglesia. Ahora sí
que notaba el accidente; me dolía todo el cuerpo. Vi que la ropa estaba colocada entre el armario y los
cajones, hasta eso me había facilitado mi amiga, y aunque me tuve que afeitar y
duchar con agua helada, bajé al salón de un excelente humor y dando mi vida por
un café.
Luisa me dijo que ya llevaba
allí varias horas, y me había hecho una lista con las cosas más urgentes que
tendría que comprar, indicándome donde estaban los sitios para conseguirlas.
Me fui tirado, antes que
nada, a tomarme un café al mismo bar en que estuve la mañana anterior, aunque
en esta ocasión me atendió una chica, donde me desayuné un magnífico café con
unas estupendas tostadas con aceite de oliva y jamón, y ya repuesto, me fui de
tiendas.
Cuando regresé con todo o
casi, Luisa estaba acabando, por lo que ya decidí quedarme en casa, pues por la
tarde, me traerían todo lo comprado el día anterior. Cuando pregunté a Luisa
que qué le debía por su esmerado trabajo, me dijo que le daba hasta vergüenza
cobrarme, que le diera lo que quisiera, y aunque intenté darle cien euros, ella
solo me aceptó cincuenta, diciéndome que vendría por la noche a ver si
necesitaba algo.
Tenía en el móvil una
llamada perdida, pero que no era de ningún número conocido, por lo que devolví
la llamada, resultando ser del mecánico de donde dejé el coche, dejándome boquiabierto
con lo que me contó.
El accidente lo había producido
la perdida de líquidos de dirección y aunque menos, también los de los frenos,
pero ¡Es que los conductos habían sido cortados!, por lo que todo parecía
premeditado, o sea, que alguien quería que me matara. ¿Quién deseaba mi muerte?
Y ¿Por qué?
(Continuará)
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