martes, 17 de febrero de 2015

La condena

Todo lo que le estaba pasando le parecía un sueño, un terrible y horroroso sueño, ya que no era posible que fuera verdad, que pudieran ser ciertas todas las maldades que le señalaban como esa bestia abominable y asquerosa que no era.
No. No lo era. Era imposible identificarse con esa persona que decían era ella.
Su mente volvió atrás, como aquellas películas que su padre rebobinaba al revés y que le hacían reír de pequeña.
                                                                   


Recordaba ahora su escasa época del colegio, de cómo la llevaba su madre a escondida para que los hombres de la familia no se enteraran de a dónde iban, pues eso les hubiera costado quizás la muerte a su progenitora y un horroroso castigo a ella. Esa era la ley sagrada que imperaba de un tiempo en sus vidas, aunque ¿Era esto de verdad la vida?
Su amiga Aisa decía, que en otros lejanos países, no solo iban las niñas al colegio, sino que era obligatorio. Y que podían salir y entrar de la casa, ir al cine o de excursión con otras amigas, incluso escoger marido cuando llegaba el momento de que alguien les gustara. Que era normal vestirse a la moda sin esos ropajes que todo lo cubrían dejando sólo los ojos para asomar sus desdichas, esos ojos que tanto tiempo pasaban llorosos, pues no podía con tanta desgracia.
                                                                   


No entendía cómo la habían vendido a aquel hombre malo para que fuera su esposa, que la tenía casi sin comer sólo como un objeto del que se podía abusar, del que sólo recibía palizas y amenazas desde que la desposó.
Y ahora ya cercano el inhumano y gratuitamente cruel final como único camino de su liberación. Se preguntaba si otra vida hubiera sido posible si hubiese huido con su hermano Husein, cuando este se lo propuso hacía mucho tiempo. Escapar.
Huir de tanta barbarie, de este maldito lugar donde no había futuro, solo desdichas y muerte.
                                                                         


Se morían hasta los perros. ¿O se los comían?
Llegar a Europa, conseguir otra vida, alimentarse cada día, poder aprender a leer.
Ojalá, por lo menos él, lo hubiese conseguido. Ella ya no tenía opción.
Cerró los ojos, y se cubrió la cabeza con las manos y brazos por encima del velo, a la espera de la primera piedra.
No la habían dejado hablar ni le habían dicho nada, pero sabía que estaba condenada.
Iba a cumplir en dos días catorce años e iba a ser dilapidada por adúltera.
                                                                     



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