Vivían
en una viña que Ambrosio, el cabeza de familia, tenía arrendada a
un terrateniente de la provincia de Cádiz, y aunque quedaba lejos
de cualquier atisbo de civilización, Manolito el niño, marchaba
todas las mañanas al colegio que quedaba a hora y cuarto del pueblo
más cercano.
Ni
que decir tiene, que tanto su padre en el campo como su madre en la
casa, trabajaban de sol a sol, y tanto era así, que Manolito nunca
había visto acostarse a sus progenitores, ya que estos cuando
acababan de sus faenas diarias y él ya estaba durmiendo, se
entretenían escuchando un pequeño radio-transistor, que era la
única diversión en sus paupérrimas vidas.
Era
un calurosísimo domingo del mes de Julio, cuando a Manolito que
llevaba aburrido todo el día, no se le ocurrió nada mejor que
hacer, que desmontar completamente la radio para ver qué contenía,
ya que funcionar, funcionaba estupendamente.
En
esto estaba, cuando a la caída de la tarde llegó su padre del campo
y se quedó petrificado viendo lo que el niño había hecho; no le
dijo nada. Sólo lo miró y se marchó a sentarse en la piedra de la
entrada de la casa, que era donde se reunía con su mujer cuando
tenían algo que discutir.
Manolito
no sabía que decir ni cómo justificar su mala acción, pero rompió
a llorar cuando su madre le dijo: “Hijo, ¿por qué?”.
Así
quedaron las cosas cuando sus padres se fueron a descansar y él
continuaba intentando arreglar el desaguisado.
Todos
dormían al empezar a clarear aquel principio de semana, cuando la
madre se dirigió como cada mañana a por agua, y al volver
acarreando el esencial elemento del día, se encontró a su marido y
a Manolito escuchando muy atentos la radio que por fin funcionaba.
Ambrosio
llamó a su mujer a reunirse con ellos como si nada hubiese ocurrido,
para que escuchara las últimas noticias sobre la muerte de Gandhi.
Todos
terminaron su temprano desayuno y marcharon contentos a sus
quehaceres, seguros de que la noticia del día no era la muerte del
pacifista hindú, sino que la radio volvía a funcionar.
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