Huyendo
del Salvador, donde la convivencia se había hecho insoportable,
llegaron a España siendo muy jóvenes con lo justo para empezar una
nueva vida, ya que habían venido ambos con contratos de trabajo en
una gran constructora, donde Linda licenciada en lengua inglesa y
alemana trabajaría de secretaria de dirección, y Walter como
técnico encofrador.
Habían
comprado una pequeña casa en una urbanización a las muy afueras de
Madrid cuando el bum inmobiliario estaba en todo su apogeo, pero
cuando reventó la burbuja inmobiliaria, las empresas donde
trabajaban ambos tuvieron que cerrar arruinadas, por lo que perdieron
su trabajo y desde entonces andaban trampeando ocupados en múltiples
cosas en empresas clandestinas, pero la crisis había llegado hasta
para la economía sumergida.
A
todo esto, se habían casado hacía unos años y tenían un crío de
dos años y una niña de tres, por lo que estaban muy preocupados
por su futuro, ya que habían quemado sus naves y no podían volver a
su país de origen, donde por otro lado estarían en la misma o en
peor situación que aquí.
En
esta estaban, cuando para no perder su casa por impago de los plazos
de la hipoteca, habían llegado a un acuerdo con el banco para que no
los echara. Este, congelaba la hipoteca hasta que pudieran pagarla,
eso sí, con sus intereses correspondientes, y les cobraba un
alquiler social de 450 €.
Pero
llegaron a encontrarse en una disyuntiva; que o pagaban la luz para
que no se la cortaran, pues debían 189 €, o comían, y como bien
entenderéis escogieron esto último, por lo que cuando llegaba la
noche, encendían velas y se acostaban los cuatro en la misma cama
cubiertos por un edredón con guantes, bufandas y vestidos, pero la
ola de frío que llegó a principios de febrero, hacía las noches
para los niños insoportable.
Sus
padres les hablaban hasta que se dormían abrazados para darles su
calor, contándoles historias de su lejana tierra mezcladas con
princesas, caballeros, nomos y duendes, hasta que venía el nuevo día
y les preparaban un gran vaso de leche con Cola-Cao y pan con manteca
o aceite, que casi era la mejor comida del día para los niños, ya
que ellos sólo comían lo que les sobraba a ellos.
Uno
de esos días de nevadas y frío, Walter se encontró junto a un
contenedor, un calentador de los de bombona de gas butano, que
después de arreglarlo, funcionaban medianamente dos de sus tres
fuegos, por lo que pidió prestada a su vecino Juan, la bombona para
calentarse por la noche, con la promesa de devolverla a las siete de
la mañana para encender este la cocina.
Esa
noche descansaron como siempre abrazados debajo de las mantas, pero
mucho más calentitos, por lo que todos se durmieron casi
inmediatamente, aunque por desgracia no despertaron.
Cuando
por la mañana su amigo fue a rescatar la bombona de gas, entró sin
llamar para no despertar a nadie, encontrándose con que había un
enorme olor a gas en toda la casa, y que sus amigos y sus hijos
habían fallecido al inhalar este veneno, en lo que se llamaba “la
muerte dulce”.
De
nada sirve llorar por esto o lamentarse, si no somos capaces de poner
remedio a tanta desgracia que siempre se ceba en los mismos.
A
veces te preguntas, “la justicia humana no existe, pero ¿Existe
justicia divina?”
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