viernes, 12 de junio de 2015

Y no estaba muerto...

Llevaba dos días despidiendo con los compañeros el haber aprobado limpio el 1º de medicina, y me recuperaba del cansancio de la juerga y el trasiego dormitando a ratos en casa, y al despertarme de una profunda cabezada, vi que tenía dos llamadas perdidas en el móvil, de mi amigo Fernando.
Lo llamé, para enterarme de que su padre había fallecido en accidente de coche. Le di el pésame y le dije que iría en un rato a acompañarlo, pero me comunicó que tranquilo, pues su padre estaba en el Departamento Anatómico haciéndole la autopsia, quedando que nos veríamos en el tanatorio de la S-30 por la tarde.
Estaba muy mal, pero no tenía más remedio que estar al lado de mi amigo en estas trágicas horas, por lo que después de picar algo, me puse mi traje de las grandes  ocasiones, y tomando prestada una corbata sin estrenar del cajón de mi padre, salí a la calle para coger un servicio público que me dejaría cerca del tanatorio.
                                                                          


Al llegar, después de media hora de espera el autobús, le pagué el billete al conductor, y estaba guardando la cartera, cuando en el súbito arranque me vi echado de golpe encima de una señora mayor, que pasado el primer momento de sorpresa, empezó a pegarme paraguazos diciendo que había querido aprovecharme de ella.
Me disculpé repetidamente con la vieja, pero ella seguía empeñada en que yo era un violador y que merecía la cárcel, por lo que después de un rato en que aguanté estoicamente la mirada de todos los viajeros y los improperios de la dama, decidí bajarme dos paradas antes, por lo que ya más tranquilo empecé a andar hacia mi destino.
Ya cercano el edificio decidí tomarme un café antes de entrar, y como quería echarme un pitillo, me quedé en la barra exterior junto a un pequeño perro amarrado a una mesa, y que no paraba de olisquearme, pero cuando ya no le prestaba atención, el puto animal decidió levantar su asquerosa patita y mearse en los bajos de mi pantalón. El dueño vino a pedir perdón, pero el mal ya estaba hecho y como para ayudar en sus excusas, me dijo que llevaba colgando la etiqueta de compra de la corbata. Di las gracias educadamente, y al quitar el cartoncito vi que era de un “chino”, y que le habían costado a mi progenitor “dos 5 euros”. Y eso que decía que las corbatas suyas eran de una exclusiva tienda italiana. ¡Qué jodío embustero!
                                                                         


Me fui al servicio de señoras porque era el único que tenía lavabo, y cerré. Me quité el pantalón y empecé a restregarlo con agua, y estando en esa pose, entró una mujer que pegó un fuerte tirón de la puerta, pegando un grito que apagó todas las conversaciones del bar. Me puse el pantalón rápidamente y salí a dar las pertinentes explicaciones a la señora, al dueño del bar, y a todos los parroquianos que quisieron oír mis excusas. ¡Joder con el día que llevaba!
Ya en el mortuorio, fui a recepción a preguntar por el difunto, y el empleado un poco chuleta, después de mirarme y de decirme que si venía a una boda, me indicó donde podía estar la familia.
Allí me dirigí para constatar que aún no habían llegado, por lo que salí a una especie de jardincillo que había como zona de fumadores. Había toda una multitud de personas, con niños incluidos, de etnia gitana, y al preguntar por educación a uno de ellos, me dijo que:
 “Ha muerto nuestro patriarca, el señó José del clan de los Naranjo”, pasándome a continuación un vaso con un líquido que al tomármelo por educación descubrí con las lágrimas saltadas que era puro aguardiente de Cazalla.
Lo que le faltaba a mi estómago que empezó a dolerme queriendo expulsar gases, por lo que disimuladamente me fui a un rincón que parecía desierto, donde sin ruido pero con un nauseabundo olor, escaparon mis indeseados ocupantes. Pero el desahogo no había sido anónimo, porque al momento escuché una voz a mis espaldas que me decía:
“Será guarro el payo este lo que ha largao”.
Era una señora muy viejecita en una zona oscura de aquel rincón detrás de un macetero, que por lo visto estaba dormitando en una silla de ruedas.
                                                                      


Salí de allí entre torvas miradas, para ir en busca de unos servicios para aligerar el peso de mis intestinos, encontrando un sitio muy limpio donde descargué de todo, pero cuando fui a limpiarme, no había papel higiénico. ¿Y ahora qué?
Busqué en los bolsillos en busca de papel, encontrando un duplicado de una antigua matrícula, pero al darme para poco, me metí mi pañuelo de bolsillo en lo profundo de mis nalgas, y de esa guisa me dirigí al velatorio un pelín “apretado”.
Ya estaba allí la familia al completo, recibiéndome como casi un hijo que era para aquella cantidad de mujeres, cuya media de edad rondaba los 80 años, dejando mi cara húmeda de babas y señales de carmín.
Estuve charlando durante bastante tiempo con mi amigo y su hermana, pues su madre, la recién estrenada viuda, no paraba de llorar y no quería hablar con nadie, y eso que el cadáver aún no había llegado al velatorio.
Pregunté si me necesitaban para algo, pues tenía ganas de  tomar un café y pasar por el baño, adonde me dirigí con mi amigo, que siguió en dirección al bar mientras yo hacía mis necesidades, que no eran otras que encajarme bien de nuevo el pañuelo en mi culito, y limpiarme la cara que ya me estiraba la piel con tantas  salivas secas de aquellas ancianas lloronas.
Ya con mi amigo en el bar tomamos dos copas en vez de café, a ver si así animaba a mi acompañante, aunque de lo que hablamos fue de la tragedia, y de lo que tardaba el cuerpo en llegar, pues empezaba a hacerse de noche.
                                                                    


Todos se fueron marchando incluidas las mujeres, pues nos dijeron que el cuerpo estaba en espera del permiso del juez de guardia y podía dilatarse, siendo la hora del sepelio por la mañana a las 9,45. Yo le dije a Fernando que me quedaría con él, pero después de tomar otros cuantos güisquis, él se quedó dormido en un sillón, pero para mí eso era imposible, por lo que decidí buscar un lugar mejor para echarme un ratito.
Fui dando vueltas y abriendo puertas, hasta que di con una habitación que tenía un gran diván hasta con almohadas, donde según me imagino me quedé dormido al momento.
Estando en ese bendito sueño, por lo visto según me contaron luego, entraron empleados de la funeraria y creyéndose que yo era el fallecido, me arroparon con una colcha hasta la barbilla, y empezaron a ponerme flores encima y coronas en tan gran número que me cubrieron por completo; y yo tan pancho.
Me desperté al escuchar que se abría una gran persiana, que en vez de ser una ventana a la calle como yo creía, era el escaparate para que los familiares pudieran despedirse del muerto en cuerpo presente.
                                                                    


La que se armó cuando yo surgí blanco como la pared y como un tallo en primavera por entre tantas flores y cúmulos de coronas. Salió gente corriendo, gritando y pisando a alguna vieja que se había caído desmayada. Pero más corría yo buscando una salida a la calle entre puertas y escaleras.
Por fin logré salir de allí, respirar aire fresco y acercarme al bar cercano a beber mucha agua, pues tenía la boca como una lija del doce, me acicalé lo mejor que pude en el baño, y me fumé tres cigarros seguidos con un café doble.
Estuve vigilando hasta que salió el féretro del padre de mi amigo, caminando abrazado a él durante un rato, para después mezclarme con la multitud pero haciéndome ver, incluso pude escuchar y ver cómo me señalaban entre risas  diciendo:
 “Ese era el muerto”.
Hasta que ya consideré que era suficiente, que había cumplido y quería terminar ya ese día con su noche, llegar a mi casa, ducharme, comer y descansar en mi cama durante 24 horas después de todo lo acontecido.
Tomé un taxi hasta casa, y al bajarme sin dar propina, me dijo el chofer en venganza:
 “Perdone la indiscreción, pero huele usted a muerto”, y pegando un portazo me fui del tirón.
Llegué a casa cuando estaban desayunando mi madre y mis hermanas, donde me asaetearon a preguntas viéndome la cara y el desaliño que portaba, “que qué me había pasado”.
                                                                          


Empecé a contarlo entre las carcajadas de todas, pero lo grande vino cuando al quitarme la americana, mi hermana Julia me dijo a carcajadas:”¿Qué llevas en  la espalda?”
Llevaba una cinta  pegada en la chaqueta que me quitó mi madre, y que decía:
“Tus amigas nunca te olvidarán”.
Así se reían tanto los del entierro, pensé.
Ellas  ya lloraban de risa, pero ya el colmo de los colmos fue cuando mi hermana Lola, entre jipíos  y casi sin poder hablar, me señaló diciendo:
“¿Pero dónde has estado que llevas los pantalones al revés?”.
Allí las dejé avergonzado dirigiéndome a mi dormitorio, y una vez desnudo me metí en la ducha en donde estuve más de una hora reponiéndome de los sucesos de aquel tremendo día que nunca olvidaré.
Aún cuando ya estaba casi dormido, oía las risas de las mujeres desde mí cama.
Un día para no recordar, aunque lo pasado en el tanatorio de la S-30, se comentó hasta en la prensa local.

Y eso que la realidad nunca la sabrán completa

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