No había ninguna realidad en
su cabeza y de todas formas le daba igual, no quería ver la horrorosa certeza tallada a fuego en su mente, en un
rincón inolvidable a pesar de su negación de los hechos. Nada le parecía creíble.
Sentado en la hamaca playera,
en el porche del bungaló cercano a la playa, ni se acordaba de qué mar, ni de
qué maldita costa, ni falta que hacía.
Se rellenó el vaso de
whisky, ya que era lo único que le desdibujaba la mente y se la dejaba vacía
por unos momentos. Había empezado a llover con furia en aquel lugar de
cualquier parte, y la rabiosa tormenta le mojaba las piernas, pero no tenía
ganas de retirarlas. Que más daba.
Y nuevamente el dañino recuerdo
de volverse de la guerra harto ya de muertes inútiles y heridos condenados, de
caos donde nadie distinguía al enemigo, de un todos contra todos, y aunque
dejando atrás a las dos únicas personas que le importaban, o mejor dicho, que
le concernían en algo, literalmente huyó, dejando en aquella mierda a su
hermano y a su mujer, su amor de siempre, médicos de aquella ONG en que los
tres se embarcaron huyendo de la
realidad aburrida de sus complicadas vidas, y aunque él sabía que estas dos
personas, a las que tanto había querido, estaban juntas a sus espaldas en sus
prolongadas ausencias de conferenciante, fenómeno de la cirugía, hacía tiempo
que lo había asumido y le daba igual. Bueno, igual no, pero quería convencerse
de que así era.
No. Se negaba a recordar.
Pero las lágrimas ausentes en otras ocasiones, fueron las culpables de sentir
en su corazón la rotura de esas vidas ¿Queridas? ¿Amigas? ¿Culpables?, que los
bombarderos estadounidenses se llevaron para siempre, junto a aquel hospital
perdido en las montañas de Afganistán, junto a otros compañeros y muchos
pacientes, a quienes por supuesto, no se les preguntaba por su religión o por
su pertenencia a este grupo o a aquel. Simplemente intentaban curarlos,
coserles las heridas físicas y ayudarles en las penas de sus almas atormentadas.
Nada más.
Muertos por fuego “amigo”,
dijeron los matadores. ¿Puede la muerte ser amiga de alguien?
La furia de las aguas
repiqueteando en la tarima, se confundían con las lágrimas de aquel hombre
solo. Tremendamente despojado de todo. Solo.
Malditos los hombres que
matan a hombres, aunque los grandes culpables sólo se enteren por la prensa.
Ellos venden las armas que mataran a otros, pero no se sienten culpables. El
que las utiliza tampoco, pues recibe órdenes y solo planifican donde caerá la
muerte, y sólo la suerte hace que hoy no te toque a ti, que el proyectil o la
bomba le toque a otro.
Con la muerte nadie se
identifica, aunque los culpables saben que lo son.
¡Malditos sean por siempre!
Y maldita sean las guerras. Todas las guerras.
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