miércoles, 4 de septiembre de 2019

Delito por necesidad


Era una pareja con dos niños pequeños que se disponían a desayunar, aunque la conversación que tuvieron hizo que las tostadas y el café de ambos se enfriara, igual que sus ánimos.
“-Qué vamos a hacer ahora aparte de buscar trabajo, y ver si la suerte nos acompaña,” dijo ella con los ojos brillantes ante el drama.
“-Mujer, no seas pesimista, verá como algo nos saldrá. Por lo menos a uno de los dos.”
                                                                   


Habían pasado el verano trabajando ambos en la hostelería con la abuela cuidando de los niños, ella de cocinera y el de camarero con jornadas interminables, aunque  había merecido la pena y tenían por lo menos para cubrir lo imprescindible durante un par de meses.
“-Y lo del médico del niño no lo podemos dejar, ahora que los avances son espectaculares.”
                                                                   


El chico tenía una de esas enfermedades raras de nombre impronunciable, y aquel endocrino había logrado frenar el crecimiento anómalo de miembros y cabeza, que parecían casi de adultos en un cuerpo de un niño de siete años.
Los dos se despidieron con un beso en la puerta de la casa después de que llegara la madre de ella, para quedar al cuidado de los pequeños.
Los dos se lanzaron a la calle con las mochilas llenas de currículos y unas botellitas de agua sin hora de regreso al hogar, para ir recorriendo bares y restaurantes en busca del tan escaso trabajo después del verano.
                                                                   


Era ya medio día, cuando él decidió entrar en el bar de su amigo de infancia Teo que nunca le dejaba pagar, y descansar un poco de tantas horas andando y con la cabeza llena de : “Ahora mismo no necesitamos a nadie, pero deje el currículo y si necesitamos a alguien, ya le llamaremos”.
Estaba sentado en la barra bebiéndose una cerveza, cuando otro de los habituales de aquel sitio y que sólo conocía de vista,  le dirigió la palabra preguntándole por el trabajo y las perspectivas, pues había oído que lo estaba buscando.
Después de un rato de charla intrascendente, le dijo:
                                                                  


“Yo tengo un trabajo fácil para ti y bien pagado, aunque no exento de peligro, no te voy a engañar.”
“-¿De qué se trata?”, preguntó.
“Te dejo la llave de una taquilla de la estación de autobuses, y tú  entregas el paquete que allí hay en la dirección que te diga.”
-“Una bomba para alguien ¿no?”.
“Jaa..ja..ja.. No hombre, no. Pero si te cogen, acabas en la cárcel y devuelves el dinero del trabajo.”
-“No sé. ¿Cuánto pagarías?”
“6.000 euros que habrá junto al paquete.”
Nuestro hombre se quedó pensando un rato, y después de dos cervezas más a las que  invitó su nuevo amigo, aceptó el encargo; con eso pagaba un año de tratamiento de su hijo. Sabía los riesgos, pero no quería ver a su mujer tan angustiada como la había visto aquella mañana.
                                                                       


Con la llave en el bolsillo y la dirección de entrega en la cabeza, preparó un plan que podía funcionar.
Se fue a un solar abandonado que conocía y donde había ratas en cantidad que correteaban a su antojo entre las bolsas de basura que alguna gente tiraba por encima la tapia, y preparó una jaula con un cebo de comida, con lo que consiguió que seis asquerosas ratas enormes  cayeran en la trampa.
Disfrazado con una sudadera, una peluca de su suegra y unas gafas sin cristales, con la jaula en una enorme bolsa de deportes y la susodicha llave en el bolsillo, se dirigió a la estación aprovechando la hora de por la tarde que aquello se llenaba con la gente que regresaba a sus casas.
                                                                     


Cuando vio que más gente se agolpaba en el recinto, disimuladamente abrió la bolsa de deportes, soltando a las ratas que salieron despavoridas en todas direcciones provocando un caos monumental, momento que él aprovechó para   dirigirse a las taquillas, donde sin dudarlo un instante, sacó el paquete y el dinero de su fechoría, saliendo tranquilamente por la puesta principal.
Tomó un taxi de la parada y sin más contratiempos acabó de realizar el trabajito, y ya tranquilo, se dirigió andando a su casa, tirando por el camino en diferentes contenedores la jaula y la bolsa de deportes.
Cuando aquella noche se sentaron a la mesa después de acostados los niños, le entregó a su mujer un sobre con el dinero, diciéndole: “No me preguntes nada”.
Ella se abrazó a él llorando desconsoladamente, y así abrazados durmieron aquella noche.
Tú. ¿Lo harías ante una necesidad semejante?

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