Cuando vemos a alguien hacer
algo inapropiado, lo normal sería afearle a esa persona su forma de actuar, o
si está hablando enfadado o rojo de ira, parar las barbaridades que esté
diciendo, pues nos sentiríamos ultrajados, y sentiríamos la obligación de irnos
o denunciarlo. Incluso pararlo por la fuerza.
Pero, ¿y si el que estuviese
obrando de tan mala forma fuese nuestro jefe, o una autoridad competente, o
nuestra mujer, o nuestro hijo, seríamos capaces de pararlo en público? ¿Y en
privado?
Si fuésemos honestos y
honrados, siempre afearíamos a esa persona su actitud, pero si somos un poco
sinceros con nosotros mismos, sabríamos que en unos casos lo haríamos, pero en
otros no, por lo que nadie es horado y honesto casi nunca.
Y ya no digamos si la
tropelía la hemos hecho nosotros mismos o nuestro hijo, porque en estos casos
seguro que trataríamos por todos los medios de justificarla, camuflarla con
alguna mentira oportuna, o con el atenuante de la edad, o con nuestro/su enfado o embriaguez, o con la
consabida frase de “lleva algo de razón, pero la pierde por cómo lo manifiesta”.
Por eso me causa vergüenza ajena,
cuando alguien habla de sí mismo, o de su parentela, o de su superior, como que
es gente “honrada, honesta y honorable”.
No amigos, nadie lo es de
forma absoluta; y es chocante como muchas veces, (vean la televisión, lean los
diarios, escuchen la radio, o husmeen por las redes sociales), escuchas que
alguien dice señalando al corrupto, al
cretino, al todopoderoso patrón, al mandamás de turno, que es una persona llena
de virtudes y sin mácula, que es honorable, honrado, honesto, y sincero con sí
mismos y con los demás.
Desde mi punto de vista,
desconfío por principio de esa persona que me señalan como si fuese el arcángel
Gabriel, pues a poco que raspes en su vida, en su historia, te darás cuenta que
no, que no está tan limpio como dicen sus acólitos.
Pero es que esto es así. El
ser humano es una suma y una resta de virtudes y defectos; pero es culpable y
deshonesto el hombre público que actúa mal, porque perjudica a sus semejantes,
y es responsable de muchas de sus calamidades e iniquidades, que aunque le
pueden parecer un pecadillo menor al que la hace, pisotea al que la sufre.
Habría que ir por la vida
como Diógenes, el filósofo de la antigua Grecia, que iba por la calle con un
farol “buscando un hombre honrado”.
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