miércoles, 26 de marzo de 2014

Asesinato perfecto

Era un pueblo tranquilo donde nunca ocurría nada, hasta aquel fatídico 17 de Marzo.
Sobre las 12,35 del mediodía, la empleada de la ventanilla de cobros y pagos de la Caja de Ahorros, dio la voz de alarma llamando a urgencias sanitarias, pues su director D. Vicente, se había caído de su silla del despacho, y aunque la muchacha intentó reanimarlo y levantarlo, no pudo porque parecía muerto.
El médico que llegó confirmó la opinión de la cajera, y al no ver la posible causa del fallecimiento, llamó a la Guardia Civil que a su vez dio parte al juzgado y este a su vez al médico forense, quien dictaminó sobre el terreno que parecía que este hombre había muerto envenenado.
Ni que decir tiene el revuelo que se organizó en el pueblo, pues sus sencillas gentes se lanzaron a la calle para saciar sus ansias de noticias de aquel extraño y sorpresivo suceso.
                                                                               
   
A los pocos días se filtró a la población lo que ya había dictaminado el forense después de la autopsia, y es que aquel hombre había muerto envenenado con arsénico ingerido por vía oral.
Los investigadores venidos de la capital, empezaron por analizar los alimentos que había en casa del finado sin encontrar la menor traza de veneno, pues este como siempre, sólo había ingerido el café con madalenas en el desayuno que siempre hacía en su casa, y es que desde ese momento, nunca tomaba absolutamente nada hasta la hora del almuerzo a eso de las 15,45.
También la policía se entrevistó con la señora que le aseaba la casa y le hacía la comida, así como con todos los clientes de la Caja, empezando por los que pudieran tener alguna mal animadversión contra el susodicho, sin resultados y lo peor del caso era que ni tenían pistas de cómo y dónde había ingerido aquella sustancia letal.
Pero hablemos un poco de la personalidad y vida de la victima asesinada.
                                                                         


D. Vicente era un solterón malhumorado y cruel, que a sus 63 años era de los hombres más odiados del pueblo, pues no tenía piedad a la hora desahuciar a cualquiera que fallara en tres pagos consecutivos de los plazos de una hipoteca o de pignorar bienes y empresas a quien fallara en los pagos de un crédito.
No se relacionaba con nadie ni tenía amigos, sólo hablaba con el viejo párroco, pues eso sí, se consideraba creyente y cumplidor a rajatabla de todos los mandatos de la Santa Madre Iglesia, aunque lo de la caridad no era virtud en aquel terrible feligrés.
Pensando en un posible móvil económico, vieron que su crecida herencia iba integra a las arcas eclesiales, ya que no tenía ningún familiar cercano, y los lejanos vivían cerca de los Picos de Europa.
Decir, que a pesar de todas las investigaciones llevadas a cabo, ni se sabía de dónde había salido el arsénico, ni como lo había ingerido el hombre, ni quien lo había suministrado. Incluso se pensó en un suicidio, lo que se desechó totalmente debido a la lógica simple de los hechos.
Aquello se fue olvidando con el tiempo, pues nadie de entre los múltiples detectives que intervinieron en el caso consiguieron la más mínima de las pista, con lo que la prensa tan cruel con aquellos profesionales, los llamó “pandilla de inútiles funcionarios”.
Habían pasado once años de aquel suceso, cuando se murió la madre de mi amigo Andrés, y estando en el tanatorio dándole el pésame a él y a su familia, me dijo que si podía ir la semana siguiente a su oficina, pues quería hablar conmigo para pedirme concejo.
                                                                            


Hacia allí me dirigí una lluviosa tarde del mes de enero después de anunciar mi visita por teléfono, encontrando a mi amigo esperándome en su despacho delante de una botella de Cardús y dos vasos.
Empezó hablándome de las penalidades que había pasado su madre para que él y sus hermanas estudiaran en la universidad, limpiando casas, cuidando enfermos y aprovechando cualquier duro trabajo que le saliera a aquella sufrida viuda, sin escucharle nunca la más mínima queja.
Después de un rato de conversación, sacó un papel muy doblado de su cartera y me lo dio pidiéndome que lo leyera.
La lectura de aquello, me dejó helado, blanco y con los bellos de punta.
Decía así:

Queridos hijos:
No lloréis por mí, pues me muero tranquila después de haber confesado y que el sacerdote en nombre de Dios me perdonara mis múltiples pecados.
Erais muy pequeños los cuatro cuando murió vuestro padre, y nos dejó sin dinero y llenos de deudas debido a su fatal forma de llevar sus negocios, con lo cual os tuve que sacar adelante con mis manos, pues era lo único que tenía cuando aquel dañino D. Vicente director de la Caja nos despojó de la casa y me hizo pagarle hasta el último céntimo que le dejó a deber tu padre. Incluso abusó de mí sexualmente intimidándome con la cárcel, pues aquel débito no era con la Caja, sino con él que era un autentico usurero a espaldas de su cargo.
Ni recordar quiero el infierno al que me vi sometida aquellos largos años para que nada supierais, y a la vez cubrir lo mejor que sabía vuestras crecientes necesidades. Y juré por Dios que me vengaría de aquel infame, preparándolo todo para matarlo y mandarlo al otro mundo. Sí, yo lo asesiné.
Aprovechando que limpiaba en un laboratorio bioquímico, sustraje una pequeña cantidad de arsénico guardándolo para la ocasión, que se presentó cuando sustituí por unos días a la limpiadora de la Caja.
En la mesa de aquel infame había un mueblecito con cuartillas, sobres y bolígrafos para su uso particular, con lo que se me ocurrió poner una pequeña cantidad de veneno en la parte de los sobres por donde se pasa la lengua para cerrarlo y a los pocos días de aquello ocurrió el desenlace.
Luego cuando fue tarde y ya no había solución las dudas me carcomían, y aunque durante mucho tiempo no sentí arrepentimiento aunque si culpa, sólo cuando supe que me moría escribí estas líneas para que tú hicieras con ellas lo que quisieras, aunque yo preferiría que las quemaras.
Gracias, hijos por la felicidad que sólo encontré en vosotros.
Un beso muy fuerte desde dónde esté. Os quiero.
Vuestra madre.
                                                                                   


Nos quedamos los dos muy serios mirándonos y bebiendo largos tragos de whisky, y sin mediar palabras saqué mi mechero y le metí fuego al escrito, quedándonos ambos extasiados hasta que todo se hizo cenizas.
Sin hablar, abracé a mi amigo y me marché de su despacho.
Que Dios nos perdone a todos.




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