Eran aquellos felices tiempos
recordados por los nostálgicos, en que había mucho trabajo aunque mal pagado; apenas
había paro y mucho pluriempleo, por lo que nuestro músico amigo además de dar
clases en el Real Conservatorio de
Música, tocaba en una pequeña orquesta sinfónica de la que llegó a ser
concertino, pero como ni aún así le llegaba el dinero para tirar adelante con
su prole familiar, (mujer, sus suegros muy mayores, y cinco niños en edades de
entre los 15 años del mayor y un recién nacido), tuvo que emplearse por las
noches en una orquestita que actuaba en una sala de fiestas de la época,(Sevilla
1970), que se llamaba “El Oasis”.
Eran los primeros tiempos
del destape corto que admitía la censura, por lo que actuaban como acompañamiento
e intermedio entre dos sesiones de “strip-tease”, que aunque la definición de
esta palabra que anunciaban en grandes carteles era: “Espectáculo en que una
persona se desnuda lenta y sugestivamente con acompañamiento de música”, la
realidad era que lo único que se veía al final cuando todos los machos ibéricos
ya babeaban, eran los pechos de la señorita a través de un tul.
Esta variopinta orquesta de
sugestivo nombre “Caribe”, la componía una guitarra eléctrica, saxofón y
clarinete, un batería, Mario el cantante
negro elvispresliano ya sexagenario, y nuestro amigo que tocaba según convenía,
el violín o el piano.
Nuestro entrañable músico
Juan, era de un tiempo a esta parte bastante sordo, aunque el hombre tenía tan
aprendido su oficio que nadie lo notaba, aunque era bien sabido de todos sus
familiares, compañeros y allegados.
Era un hombre de pocas
palabras, por lo que cuando llegaba a aquel putiferio a altas horas de la noche
vestido siempre de oscuro con traje y corbata, se sentaba en su piano, ponía
las partituras y tocaba lo que le mandaran.
Un buen día cuando ya
estaban en la segunda parte del espectáculo y mucha gente bailando, se oyeron
quejas de que la música no concordaba con la canción,”Hello, Dolly”. No sonaba
acorde música y letra, pero cual fue la sorpresa general,
cuando el piano siguió tocando después de acabada la canción, quedándose todo
el mundo callado escuchando lo que el piano seguía ejecutando, que no era otra
cosa que la suite francesa Nº 2 de J.S. Bach.
Al terminar aquel
improvisado concierto, todo el mundo vio como aquel hombre se quedaba mirando
al público con cara de desconcierto, que terminó cuando unos enormes aplausos
lo sacaron de su ensimismamiento para darse cuenta que había equivocado la
partitura, inclinándose en adusta reverencia para saludar al público, saliendo
con toda la dignidad que pudo del escenario.
Aquello llegó a ser tan
sonado entre los noctámbulos habituales, que siempre le pedían al final de la
actuación que acabara con aquella preciosa melodía de aquel “funesto” día, a lo
que ante la insistencia general, unos en serio y otros por puro cachondeo, él
nunca se negó.
Este querido amigo de mi progenitor
que se jubiló con setenta y pìco de años aunque siguió tocando el piano
profesionalmente hasta que falleció, enviudó y volvió a casarse con una mujer
treinta años menor que él, tenía cerca de veinte nietos, (no se acordaba del
número exacto), e iba siempre impecablemente vestido. Siempre me quedaba
embobado escuchándolo, y yo que era pequeño pero despierto, siempre recuerdo esta anécdota de su boca.
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