miércoles, 6 de abril de 2016

Sinfónico despiste

Eran aquellos felices tiempos recordados por los nostálgicos, en que había mucho trabajo aunque mal pagado; apenas había paro y mucho pluriempleo, por lo que nuestro músico amigo además de dar clases  en el Real Conservatorio de Música, tocaba en una pequeña orquesta sinfónica de la que llegó a ser concertino, pero como ni aún así le llegaba el dinero para tirar adelante con su prole familiar, (mujer, sus suegros muy mayores, y cinco niños en edades de entre los 15 años del mayor y un recién nacido), tuvo que emplearse por las noches en una orquestita que actuaba en una sala de fiestas de la época,(Sevilla 1970), que se llamaba “El Oasis”.
                                                                 
 
Eran los primeros tiempos del destape corto que admitía la censura, por lo que actuaban como acompañamiento e intermedio entre dos sesiones de “strip-tease”, que aunque la definición de esta palabra que anunciaban en grandes carteles era: “Espectáculo en que una persona se desnuda lenta y sugestivamente con acompañamiento de música”, la realidad era que lo único que se veía al final cuando todos los machos ibéricos ya babeaban, eran los pechos de la señorita a través de un tul.
                                                                  


Esta variopinta orquesta de sugestivo nombre “Caribe”, la componía una guitarra eléctrica, saxofón y clarinete, un batería,  Mario el cantante negro elvispresliano ya sexagenario, y nuestro amigo que tocaba según convenía, el violín o el piano.
Nuestro entrañable músico Juan, era de un tiempo a esta parte bastante sordo, aunque el hombre tenía tan aprendido su oficio que nadie lo notaba, aunque era bien sabido de todos sus familiares, compañeros y allegados.
                                                               


Era un hombre de pocas palabras, por lo que cuando llegaba a aquel putiferio a altas horas de la noche vestido siempre de oscuro con traje y corbata, se sentaba en su piano, ponía las partituras y tocaba lo que le mandaran.
Un buen día cuando ya estaban en la segunda parte del espectáculo y mucha gente bailando, se oyeron quejas de que la música no concordaba con la canción,”Hello, Dolly”. No sonaba acorde  música y  letra, pero cual fue la sorpresa general, cuando el piano siguió tocando después de acabada la canción, quedándose todo el mundo callado escuchando lo que el piano seguía ejecutando, que no era otra cosa que la suite francesa Nº 2 de J.S. Bach.
                                                                      


Al terminar aquel improvisado concierto, todo el mundo vio como aquel hombre se quedaba mirando al público con cara de desconcierto, que terminó cuando unos enormes aplausos lo sacaron de su ensimismamiento para darse cuenta que había equivocado la partitura, inclinándose en adusta reverencia para saludar al público, saliendo con toda la dignidad que pudo del escenario.
                                                                  


Aquello llegó a ser tan sonado entre los noctámbulos habituales, que siempre le pedían al final de la actuación que acabara con aquella preciosa melodía de aquel “funesto” día, a lo que ante la insistencia general, unos en serio y otros por puro cachondeo, él nunca se negó.
                                                                     



Este querido amigo de mi progenitor que se jubiló con setenta y pìco de años aunque siguió tocando el piano profesionalmente hasta que falleció, enviudó y volvió a casarse con una mujer treinta años menor que él, tenía cerca de veinte nietos, (no se acordaba del número exacto), e iba siempre impecablemente vestido. Siempre me quedaba embobado escuchándolo, y yo que era pequeño pero despierto, siempre  recuerdo esta anécdota de su boca.

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