lunes, 5 de febrero de 2018

Ver, mirar, quizás contemplar

Estaba amaneciendo cuando salí de la cabaña a por una bocanada de aire fresco, ya que allí dentro el ambiente era de irrespirable calor, cuyo culpable era la chimenea que llevaba toda la noche encendida para paliar el bajo cero del exterior.
                                                                


Toda la extensión que abarcaba mi mirada estaba nevada, sólo unos pocos árboles también vestidos de novias destacaban en lontananza. Era como un gran edredón que tapaba los verdes del terreno, ocultaba la vida  que sin duda dormitaba oculta, abrigada,  y un intenso olor a leña quemada arrastraba la breve brisa del amanecer  con un firmamento de un azul eléctrico que contrastaba con la blanca campiña.
                                                                    


Observando el diluir de las tenues volutas de humo que escapaban del tejado de aquel habitáculo, (que en tiempos sería refugio de pastores, o quizás habría albergado alguna familia de agricultores, con niños, animales y personas arrimados sus cuerpos al calor, o quizás en tiempos muy antiguos hubiese sido atalaya de vigías de algún ejército desplegado en avance o retirada), se me paró en el brazo un leve soplo de ceniza, y pensé en aquella encina que creció estirada, cargada de hojas y frutos, hasta que alguien decidió cortarla para utilizar su madera para construir una humilde mesa, o simplemente para hacer leña con que calentarse en las gélidas noches del invierno, y que en su final del ciclo de la vida, fue sólo humo disipado por cualquier viento inoportuno.
                                                                         


Semilla, brote, tallo, endeble arbolillo, y que un día estiró hacia frondoso adulto, que dio cobijo entre  sus ramas a hombres y animales que comieron sus frutos, o que atrajo el rayo de aquella tormenta inesperada, para finalmente diluirse en la nada sin dejar rastro de su vida, sin que nadie recordase nada de su historia; vida en humo disuelta.
                                                                


Igual es el cruel devenir en la vida de cualquier ser humano, el no nombrado rey derrochador de la naturaleza, que actúa como cruel monarca de lo que nunca fue suyo ni nadie jamás compró; creciendo y continuamente deseando la plenitud de la madurez para arrebatar lo que cree sin discusión suyo, disponer de todo caprichosamente, a su antojo, dispuesto siempre a medrar en su provecho, sin querer compartir con nadie, pisando a quien quiera coparticipar de sus usurpadas ganancias temporales: ÉL, amo absoluto.
                                                                   



Pero el final de cualquier creído dueño de todo lo abarcable, es igual al ocaso de la encina. Sólo humo.

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