jueves, 7 de febrero de 2019

Convivencia


Pegando un portazo salió a la calle sin mirar atrás, era lo mejor que podía hacer para evitar que las cosas llegaran a más y que el acaloramiento hiciera mella en ambos, diciéndose cosas que no sentían y que luego les pesarían.
Fue andando sin rumbo fijo por la solitaria calle cubierta de hojarascas y sin nadie a la vista. Quería tranquilizarse y ordenar sus ideas. ¿Por qué siempre por cualquier tontería acababan gritándose?
Vio un bar de copas abierto y allí se metió, porque la llovizna persistente que estaba cayendo lo estaba empapando, y aunque tenía el estómago vacío y no sabía cómo le podían caer un par de copas, se pidió un güisqui con hielo y agua.
A su alrededor había alguna pareja y un par de reuniones de gente trajeada charlando amigablemente, por lo que se sentía un poco fuera de lugar allí sólo.
Estaba ensimismado con la mirada perdida en su copa y dándole vueltas al posa vasos, cuando alguien le tocó en el hombro:
-¿Te acuerdas aún de mi Gerardo?
-¡Hombre Antonio!, eres la última persona que esperaba encontrar aquí, tu que no eres ave nocturna precisamente.
-Te he visto entrar y no estaba seguro que fueses tú. ¿Cuánto tiempo hace que no nos veíamos?
-Pues creo que no te veo desde cuando me echaron de la empresa. ¿Tú sigues todavía con los Juanes y compañía?
-¡Qué va! Aquello se fue a la mierda al poco tiempo de marcharte tú. A todos nos fueron liquidando. Querían sabia nueva que pudieran manejar a su antojo, gente de obediencia ciega, y por un sueldo de la tercera parte del nuestro. ¡Qué cabrones!
-Ya ¿Y qué tal Mercedes y tu hija? Tiene que ser ya casi una señorita.
                                                                 


Su amigo se quedó callado, serio y con las lágrimas a punto de salir, pero se repuso y le contestó:
-Claro, tú no sabes nada. Hace cuatro años que nos divorciamos, y a mi hija la veo muy poco, pero sí. Está muy mayor.
-Lo siento. ¿Qué pasó? Bueno, perdona, si no quieres hablar de eso lo entenderé.
                                                                     


-No, ya es agua pasada. Pues verás. Ya sabes cómo nos estaban apretando en los últimos tiempos, que cada vez viajábamos más y llegábamos a casa siempre muy tarde. Así, que mi mujer y yo nos fuimos distanciando, cuando hablábamos era para refregarnos agravios, y entre medio, un gilipollas de la oficina empezó a tirarle los tejos, y hasta aquí. Lo demás vino rodado.
-Pues yo Antonio, he salido hoy de casa de mala forma. Siempre estamos riñendo por tonterías Amparo y yo, y no sé qué hacer. Porque la quiero con toda mi alma.
                                                                     


-Te digo por mi mala experiencia en el tema, que tengáis cuidado con faltaros al respeto, y sobre todo ten cuidado con lo que largas cuando estás disparatado. Decía no  sé si un filósofo o un escritor, que “somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios”. Hay veces, que la mejor palabra es la que no se dice.
-Ya. Y lo mejor del caso es que nunca me acuerdo de por qué me he enfadado, ni de qué me ha hecho. No sé qué nos está pasando.
-Aunque no te acuerdes, siéntete culpable y pide perdón. Verás cómo se van arreglando las cosas. ¡Adme caso! Y me voy que mañana tengo que madrugar. Llámame cuando quieras charlar.
Y dándose un abrazo se separaron los amigos.
Gerardo pagó la cuenta, y pensando en todo lo hablado con su amigo, volvió a su casa.
                                                                       


Su mujer ya estaba en la cama y parecía dormida, pero él, la abrazó por detrás y le susurró al oído:
-Perdóname cariño. Te quiero mucho.
Su mujer se volvió, y envolviéndolo con sus brazos le dijo:
-Perdóname tú a mí, no sé lo  que me pasa últimamente. Yo también te quiero.
Y abrazados siguieron sus vidas, aunque en el futuro hubiese más tropiezos, y se dijeran barbaridades. Se querían y eso era lo principal.

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