Pegando un portazo salió a
la calle sin mirar atrás, era lo mejor que podía hacer para evitar que las
cosas llegaran a más y que el acaloramiento hiciera mella en ambos, diciéndose
cosas que no sentían y que luego les pesarían.
Fue andando sin rumbo fijo
por la solitaria calle cubierta de hojarascas y sin nadie a la vista. Quería
tranquilizarse y ordenar sus ideas. ¿Por qué siempre por cualquier tontería
acababan gritándose?
Vio un bar de copas abierto
y allí se metió, porque la llovizna persistente que estaba cayendo lo estaba
empapando, y aunque tenía el estómago vacío y no sabía cómo le podían caer un
par de copas, se pidió un güisqui con hielo y agua.
A su alrededor había alguna
pareja y un par de reuniones de gente trajeada charlando amigablemente, por lo
que se sentía un poco fuera de lugar allí sólo.
Estaba ensimismado con la
mirada perdida en su copa y dándole vueltas al posa vasos, cuando alguien le
tocó en el hombro:
-¿Te acuerdas aún de mi
Gerardo?
-¡Hombre Antonio!, eres la
última persona que esperaba encontrar aquí, tu que no eres ave nocturna
precisamente.
-Te he visto entrar y no
estaba seguro que fueses tú. ¿Cuánto tiempo hace que no nos veíamos?
-Pues creo que no te veo
desde cuando me echaron de la empresa. ¿Tú sigues todavía con los Juanes y
compañía?
-¡Qué va! Aquello se
fue a la mierda al poco tiempo de marcharte tú. A todos nos fueron liquidando.
Querían sabia nueva que pudieran manejar a su antojo, gente de obediencia ciega,
y por un sueldo de la tercera parte del nuestro. ¡Qué cabrones!
-Ya ¿Y qué tal
Mercedes y tu hija? Tiene que ser ya casi una señorita.
Su amigo se quedó
callado, serio y con las lágrimas a punto de salir, pero se repuso y le
contestó:
-Claro, tú no sabes
nada. Hace cuatro años que nos divorciamos, y a mi hija la veo muy poco, pero
sí. Está muy mayor.
-Lo siento. ¿Qué
pasó? Bueno, perdona, si no quieres hablar de eso lo entenderé.
-No, ya es agua
pasada. Pues verás. Ya sabes cómo nos estaban apretando en los últimos tiempos,
que cada vez viajábamos más y llegábamos a casa siempre muy tarde. Así, que mi
mujer y yo nos fuimos distanciando, cuando hablábamos era para refregarnos
agravios, y entre medio, un gilipollas de la oficina empezó a tirarle los
tejos, y hasta aquí. Lo demás vino rodado.
-Pues yo Antonio, he
salido hoy de casa de mala forma. Siempre estamos riñendo por tonterías Amparo
y yo, y no sé qué hacer. Porque la quiero con toda mi alma.
-Te digo por mi mala experiencia
en el tema, que tengáis cuidado con faltaros al respeto, y sobre todo ten cuidado
con lo que largas cuando estás disparatado. Decía no sé si un filósofo o un escritor, que “somos
esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios”. Hay veces, que
la mejor palabra es la que no se dice.
-Ya. Y lo mejor del
caso es que nunca me acuerdo de por qué me he enfadado, ni de qué me ha hecho. No
sé qué nos está pasando.
-Aunque no te
acuerdes, siéntete culpable y pide perdón. Verás cómo se van arreglando las
cosas. ¡Adme caso! Y me voy que mañana tengo que madrugar. Llámame cuando
quieras charlar.
Y dándose un abrazo
se separaron los amigos.
Gerardo pagó la
cuenta, y pensando en todo lo hablado con su amigo, volvió a su casa.
Su mujer ya estaba en
la cama y parecía dormida, pero él, la abrazó por detrás y le susurró al oído:
-Perdóname cariño. Te
quiero mucho.
Su mujer se volvió, y
envolviéndolo con sus brazos le dijo:
-Perdóname tú a mí,
no sé lo que me pasa últimamente. Yo también
te quiero.
Y abrazados siguieron
sus vidas, aunque en el futuro hubiese más tropiezos, y se dijeran barbaridades.
Se querían y eso era lo principal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario